“A la reina de las hadas
malas habría podido ahora, pues, dedicar el estudiante sus tostones en la
mismísima lengua que hablaba esa hada, y no ya en el idioma mate de diciembre,
sino que habría podido habérselas con ella en esa lengua de junio. Mas no lo hizo;
debe de ser que no los escribía ya para ella: porque ahora era un chico mayor y
no andaba ya metido entre las faldas de su madre; y, ante todo, porque si
hubiera dicho esos versos bajo la araña del comedor su amor habría estallado
con fuerza desmedida en la claridad del sentido, y él se habría desplomado al
suelo ante su madre, balbuciendo como un recién nacido, y unas lágrimas de
recién nacido lo habrían dejado sin habla en el primer hemistiquio, y es
posible que entonces, en la claridad del sentido, su madre lo hubiese alzado
del suelo con apasionado cariño, se lo hubiese sentado en las rodillas, le
hubiera limpiado los mocos, lo hubiese acariciado y consolado; y que también
ella se hubiera sentido un tanto consolada: y ésos son los consuelos que no quiere
la poesía, porque la vuelven muda. Dicen también que durante el reinado de
Izambard, las escalas musicales al buen tuntún se fueron convirtiendo en una
obra, es decir, en un ogro: y si el niño no se dignó decírselas a la anciana
reina, fue porque su propia ira había crecido, estaba hambrienta, notaba que le
nacían alas y botas de siete leguas, ardía en deseos de habérselas con
soberanos de mayor envergadura, de liquidarlos sucesivamente a todos, de
ahondar sin compasión”
“No cabe duda de que
Izambard amaba la poesía y la practicaba, pero lo hacía al modo de esos hombres
que sienten pasión por la caza, por los gratos relatos otoñales en que hay
plumas y sangre, nobles vocablos de montería y cetrería, trompas al revolver de
un bosque resplandeciente como un ángel, pero que, si llevan escopeta y salta
ante ellos la liebre con sus expresivas orejas, se echan a temblar, cierran los
ojos y yerran el tiro. Y, cuando regresan, dicen que tuvieron buena caza.
Tampoco Izambard quería matar a nadie y creía, no obstante, que iba a tener
buena caza; y si hubieras entrado en su aula al acabar las clases y, al
rogártelo él, hubieras tomado asiento para, después, preguntarle qué era para
él la poesía, es muy probable que hubiera respondido ruborizándose, turbándose,
quitándose quizá los quevedos para limpiarles el vaho con un pañuelo de maestro
de la Normal; y, mirando por la ventana para no tener que mirarte, habría
respondido con entonación audaz y medrosa que era un asunto del corazón merced
al cual la lengua se engalana como una novia, o también, a partir de
Baudelaire, se pinta los ojos y está picada de viruela, aunque esplendorosa y
engalanada como una puta de altos vuelos, pero que en ningún caso es una
campesina renegrida que cava un agujero en el que la lengua se introduce de
forma desmesurada y vibra. Opinaba que la poesía estaba bien; que pertenecía por
entero al territorio del bien, de la República y de los días de reparto de
premios, y no al de Sedan y las grandes matanzas; que era obligación de todos
apartar del camino de la poesía los obstáculos que genios perversos colocan
aviesamente para que la gente se deje el pellejo en la guerra, amén de poner en
candelero el brazal y el quepis, esos incitadores del crimen; que todo el mundo,
tras librarse de tales relumbrones, puede, de la forma más democrática, llegar
a poeta, pues sólo se precisa una imaginación algo así como infantil,
disciplina para rimar y una libre libertad. Y tú le habrías dado la razón en lo
de la disciplina para rimar; en lo demás, no cabe duda de que habrías tenido
ciertas reservas en tu fuero interno y te las habrías callado; pero si te
hubiera inflamado la prédica vehemente de aquel joven, si estirando con mil
trabajos las piernas bajo esos pupitres excesivamente pequeños, pero con el
corazón exaltado empero al ver las flores altas en las frondas intuidas tras la
ventana, si, así pues, hubieras argüido que no es posible que la poesía
pertenezca por entero al territorio del bien en vista de que cuando nuestros
primeros padres estaban en el Gran Jardín no hablaban, sino que se comunicaban
entre sí, de igual forma que las flores lo hacen mediante abejas, mediante
alados mensajeros, y sólo sintieron que se les soltaba la lengua cuando el
ángel les hubo indicado por dónde se salía, si hubieras alegado que sólo les
fue dada la lengua de los hombres tras la Caída, cuando la materia dejó de ser
canto, y que la poesía, que es lengua de la lengua, también va a caer al pozo
universal, y posiblemente lo hace con doblada velocidad, a menos que, en su
rabiosa duplicación, suba una y otra vez a pulso, llegue casi al brocal, vuelva
a caer hasta un nivel más bajo, haciendo así uso de su libre libertad -y si te
hubieras mostrado entonces indeciso, buscando vehementemente las palabras con
audacia y pánico-, él entonces habría vuelto a doblar muy calmoso el pañuelo de
maestro de la Normal, se habría puesto otra vez los quevedos y, adoptando un
ademán de lo más digno para mirarte de arriba abajo, te habría preguntado
fríamente a qué confesión pertenecías. Y ahora te habría tocado a ti
ruborizarte, contemplar los castaños del atardecer y sacar a colación Sedan”.
“Dicen también que en ese
jardín escribió ese poema que todos los niños saben, en el que convoca a sus
estrellas igual que silbamos para que acudan nuestros perros, en el que
acaricia a la Osa Mayor y se tiende a su lado; y ese final de verano no fue
sino cadencia, casi siempre de doce pies, y él, colgado de la varilla en el
Septentrión, aunque, al tiempo, con ambos pies bajo la mesa en la posada verde,
conseguía que todo cupiera a la vez en la varilla, la bonita muchacha que sirve
el jamón, la glorieta en donde se come ese jamón, y la Estrella Polar que sube
por el cielo hasta situarse encima. Y todo ello es dicha pura. Es la sencillísima
manifestación de lo verdadero,
que se parece a Dios o a
una niña muerta, tras un macizo de flores en septiembre. Dicen que hubo, ante
todo, dos escapatorias, pero sin estrellas, lejos de los jardines, lejos de lo
verdadero, que lo condujeron hasta París. Y nadie lo estaba esperando”.
“Rimbaud tocaba con mayor
vehemencia, apostaba más fuerte. Ansiaba ser la poesía en persona con mayor
intensidad que Verlaine, es decir, excluyendo a todos los demás: pues sólo
cumpliendo esa condición podía tener la esperanza de calmar a la vieja que
llevaba en el pozo interior, permitirle que descansara un poco”.
La vieja de dentro, para consolarse y adormecerse, precisaba que
el hijo fuera el mejor, que es como decir el único, y no tuviera maestro
alguno. De esto tengo la seguridad: Rimbaud rechazaba y aborrecía a todo
maestro, y no tanto porque quería y creía serlo él cuanto porque su propio
maestro, es decir, el del hada mala, el Capitán, lejano al igual que el zar y
difícilmente concebible al igual que Dios, y soberano aún en mayor grado, al
igual que ellos, por el hecho de vivir recluido tras unos kremlins, tras unas
nubes, ese maestro suyo de toda la vida era una efigie fantasmal que
inefablemente emanaba de las cornetas fantasmales de guarniciones remotas, una efigie
perfecta, fuera del alcance de cualquiera, infalible y muda, postulada, cuyo
Reino no era de este mundo; y el haberlo visto aparecer en este mundo ni tan
siquiera como aparición sino como amago de ella, apariencia de ella, sombra
proyectada, lugarteniente, encarnación venida a menos que trasegaba cerveza
negra por entre las barbas y escribía versos hermosos, sacaba de quicio a
Rimbaud, lo despojaba; y es muy probable que se enrabietase, en el colmo de la
indignación y sin saber por qué, igual que un fariseo a quien el Dios opaco de
las Tablas selladas inflige la injuria de manifestarse con absoluta claridad en
el piojoso de Nazaret. Verlaine se secaba la barba húmeda de cerveza negra y
miraba, risueño, a aquel muchachote al que tanto quería; y éste, indignado,
escupía en el suelo, daba media vuelta y salía con un portazo. A ese rechazo de
un maestro visible se lo llama, en el caso de Rimbaud, rebeldía, rebeldía
juvenil, pero es algo muy antiguo, como la antigua serpiente en el antiguo
manzano, como la lengua que hablamos. Está en la lengua que dice yo, cuando esa lengua se
remonta por encima de todas las criaturas visibles y no se digna dirigirse sino
a Dios”
“hemos visto a Rimbaud
viejo mirando a los ojos a una anciana de Charleville a quien iba destinada la
foto. Esos hombres lo vieron; esos hombres compartieron la palabra con Rimbaud;
y, ya hablasen de métrica o de escopetas, siempre los he visto quedarse sin
voz, reírse con inquina y justificarse luego, o dar puñetazos cada vez más
fuertes encima de la mesa -eso si eran reyes o grandes duques- cuando Rimbaud
ponía el puño encima de la mesa. Pero no pienso seguir hablando de ellos”
“Y, por fin, si renuncio
de mala gana al espejismo romántico de ese cinturón de oro, de ese atributo de
Sardanápalo llevado como bajo un chaleco rojo de mameluco, diré en cambio que a
lo mejor dejó de escribir porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es
decir, aceptar su paternidad. Ni de El
barco ebrio, ni de la Temporada,
ni de Infancia se dignó ser hijo, como tampoco
aceptó ser el retoño de Izambard, de Banville o de Verlaine”
“No sabemos en realidad
qué es lo que brinca en ese corazón de hombre voluntarioso o de hembra, al
unísono de las palabras que le dan vueltas en la boca. Las estrellas, atentas,
distraídas, parpadean. La voz en la oscuridad les recita la Temporada a las estrellas. La manaza se
cierra, la emoción crece, la voz llama a las lágrimas. Sabemos que esa emoción
existe. Es quizá una alegría de diciembre. ¿Será acaso potestad? ¿Será que
ahora es ya Rimbaud el maestro de todos los demás, de Hugo, de Baudelaire, de
Verlaine y del bueno de Banville? ¿Será guerra? ¿Será que ha dado en tierra con
el aparejo de doce pies que nos mantenía erguidos, que ha desbaratado el
antiguo protocolo y nos deja a todos sin protocolo, impotentes y taciturnos,
como almiares en la oscuridad de la noche? ¿Será la agria alegría de haber
convertido el poema en ese objeto tan tieso, sombrío y vano, taciturno,
despreocupado de los hombres como un almiar en la oscuridad de la noche? ¿Será
gloria, lejos de los almiares y de los hombres, para las estrellas, como las
estrellas? ¿Será junio? ¿Será el sanctus?
¿Será la dulce alegría de haber hallado la plegaria nueva, el nuevo amor, el
nuevo pacto? Mas ¿con quién? Las estrellas danzan entre las frondas oscuras. La
casa está más oscura que la noche. ¡Ay! Será a lo mejor que al fin te he
alcanzado y te tengo abrazada, madre que no me lees, que duermes a pierna
suelta en el pozo de tu cuarto, madre para quien ideo esta lengua huera en la inmediata
cercanía de tu luto inefable, de tu barrera sin salida. Es que ensancho la
voz para hablarte desde muy lejos, padre que nunca me hablarás. ¿Qué es
lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los
hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las
antiguas cosas inmensas Dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las
potestades del aire son efe sutil viento entre las hojas La noche avanza Se
alza la luna, no hay nadie apoyado en el almiar. Rimbaud, en el sobrado, entre
cuartillas, se ha vuelto de cara a la pared y duerme con sueño de plomo”.
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