Juan Liscano, Espiritualidad y literatura. Tercera edición,
Otero Ediciones, Caracas, 2015.
Si
admitiéramos, con Maurice Blanchot, que “la literatura va hacia sí misma, hacia
su esencia, que es la desaparición”, tendremos que convenir en que el literato,
es decir, el hombre de letras, el escritor, es un muerto en vida. La literatura
constituye una excrecencia prodigiosa del lenguaje. Hay, como dice Barthes, la
lengua, el estilo y la escritura. La literatura empieza arrancando de la escritura
cuyos signos son símbolos que perdieron su sentido mágico, místico, y
totalizador. El que escribe, el hacedor de literatura, a medida que se
desplomaba el orden religioso del mundo, adquirió una expansión cada vez mayor
como expresión individual. La literatura, como tal, pretendió recrear la
realidad, valorarla, criticarla, caricaturizarla, evadirla, exaltarla. Terminó,
en nuestros días, queriendo expulsarse a sí misma, vomitarse. Las direcciones
de la literatura son múltiples y responden a la multiplicidad del pensamiento
humano. La literatura no se fija en límites de prejuicios ideológicos y
propósitos de propaganda y sumisión al Estado, sino los que emanan de ella
misma, de su ser. El campo de literatura es el del alma y el pensamiento del
hombre, desde los juegos de la imaginación del onirismo más exacerbado, lo
fantástico y lo misterioso, hasta el naturalismo enfático, el trazo grueso y
deliberado, la caricatura social. No hay literatura evadida de la realidad. Esa
acusación procede del materialismo necio. Cada vez que un sectarismo procedente
de una voluntad de servicio social pretende delimitar el campo de la creación
literaria, en función de una realidad también determinada por esquemas
apriorísticos, se desborda ésta y todo se vuelve aparentemente metafísico. En
el curso de su prodigioso desarrollo, la literatura se convirtió en objeto de
sí misma. En el inicio –momento y estado verbales difíciles de evocar a estas
alturas–, el lenguaje que pudiera calificarse hoy de literario, es decir, distinto
de habla corriente y constituido para una representación y comunicación
trascendentes, tuvo carácter sagrado y hermético. Era un medio de relacionarse
con los dioses en el plano sobrenatural. Se sustentaba sobre la verdad emanada
de ese orden extrahumano. Adquirió fortaleza y suficiencia canónicas. Se le
suponía revelado y no concebido por el pronunciante. Cumplía la función
integradora, unificadora y reveladora del sentido del mundo. La muerte de los
dioses o de Dios, el pasaje de la consciencia de una Edad de Fe a una Edad de
Duda, de la magia y el mito a la crítica y el análisis racionalista, libraron
al hombre a su propia suerte y el lenguaje obtuvo, junto su autonomía y
diversificación, un valor especulativo y subjetivo. La literatura acentuó su parcialidad
y se convirtió en reflexión sobre su propio artificio, sobre sus poderes,
debilidades e imposibilidades; fue razón de estilo, ejercicio, texto. Se
estableció como una realidad intrínseca y yuxtapuesta a la realidad misma. La
palabra quiso sustituir la cosa olvidando que su papel era solamente designar.
El acto de nombrar se erigió como Segunda Creación. La operación de escribir
adquirió un carácter compensatorio, el mejor de los casos, de la pérdida de la
fe y de los dioses. Era una nostalgia, entonces del Paraíso perdido. Pero en
esa dirección compensatoria, sustitutiva, la literatura se enamoró perdidamente
de sí misma. Se sintió suficiente. El creador se llenó hasta reventar de su
propia creación. Su alma se hizo palabras, se hizo de palabras y mecanismos de
reemplazo. La vida terminó siendo una metáfora creada por la literatura y la
literatura le fue dando muerte a la vida, a medida que la nombraba. Porque el
acto de nombrar mata la vida ingente y cruda, el misterio de lo enteramente
vivo, como lo explica Juan Crisóstomo Payara a Rosángela en la hermosa novela
Cantaclaro de Rómulo Gallegos cuando dice: “al nombrar una cosa le vamos dando
muerte”. Y añade: “Para el niño que aún no sabe hablar, el mundo debe ser algo
totalmente vivo y, por consiguiente, espantoso, que hay que matar nombrándolo”.
Dostoievski había declarado: “Escribo para matar mis fantasmas”. El literato,
una vez dueño de la escritura, del lenguaje escrito, se lanzó a la tarea de
escribir el mundo y la vida, recreándolos en la dimensión de una suerte de
espejo, pero matándolos también. Como Adán, nombró las cosas y los asuntos para
que éstos fueran en el pensamiento, en la memoria, en la conciencia del lenguaje
escrito. Cabe preguntarse si entonces los literatos, los lectores apasionados
de literatura, al matar la realidad nombrándola (leyéndola), no estarían
viviendo una interminable ficción, un sueño de vida reflejada, un espejismo de
palabras, con el riesgo de estar, por lo tanto, muertos en vida, ajenos a los
hechos de la realidad en sí, de lo que hace ser al mundo. Sabiendo que se vive
en el mundo, gracias a la literatura, se olvida la contundente realidad de los
hechos para trasladarlos a una dimensión imaginaria y, entonces, imaginarlos,
vivir de la imagen de los hechos. La literatura, en su exceso y dispersión, en
su complejidad creciente que produjo la desintegración del lenguaje, hasta el
punto de pretender, por reacción, buscando una salida hacia la vida, crear
antiliteratura, cubre tapa y puede ahogar la realidad natural. Es un ser sin
ser. Mejor dicho, un ente sin ser. Una proyección del ego que interpone, entre
sí y la realidad, la pantalla donde ésta se va a reflejar. Detrás de su
pantalla, protegido de los hechos ingentes, el literato amansa y domestica la
vida, la suplanta con palabras. Se siente un Creador. Sustituye a Dios. Se
complace en su creación y la goza, y la sufre. En más de un caso, es la suprema
compensación del yo herido, del yo que no puede reinar inmensamente, molestado
como está por los demás, por los otros, limitando en su ansiedad; limitado en
su ansiedad de expansión y de dominio. La literatura sin dejar lugar a dudas,
arranca del yo, del anhelo de autoafirmación. Ningún literato escribiría si no
hubiese público, es decir, un auditorio que conquistar y convencer y en el cual
mirar el propio resplandor, la propia magnificencia del ego manifestado.
Egocéntrica, compensatoria, camino hacia el éxito y la nombradía o hacia la satisfacción
de denunciar y combatir, de acusar –y conste que no hablo de la burda obra de
propaganda política, del manual guerrillero, del panfleto porque eso no es
arte, aunque sea literatura–, la literatura ha descubierto últimamente, con
Beckett, por ejemplo, la ausencia de salida, su tremendo destino de no ser sino
palabras, carne convertida en palabras, sexo nombrado una y mil veces, amor
escrito y reescrito en la nada, monótono flujo de sonidos apresados en signos,
murmullo sin sentido como aquellas conversaciones fragmentarias que llenaban
los salones barrocos de la película Marienbad de Resnais. Los medios de
comunicación de masas extienden las obras de literatura pero, por dentro, ésta
diluye al literato en sus propias refracciones, lo dispersa y atomiza en la
explosión de palabras, lo empuja hacia la nada establecida a partir de la
sustitución de la realidad de los hechos. Jamás como hoy el literato ha tenido
mayor audiencia y jamás como hoy ha estado más muerto. De superhombre
nietzscheano se convirtió, como el autor de Así habló Zaratustra, en enajenado.
Distingo, en esta época de profundas mutaciones, la crisis de la literatura
como tal, como excrecencia genial del lenguaje, como sistema de sustitución de
la realidad de los hechos; y la crisis del literato, del hombre de letras,
alienado, condicionado por la sociedad que lo recibe y lo ensalza. La
literatura va hacia su esencia y su desaparición. Tiende a reabsorberse a sí
misma. Si ha de persistir, será con profundos cambios; quizás regresando al lenguaje
hablado o volviéndose visual; o bien despersonalizándose hasta la anonimia; o
bien descubriendo de nuevo la realidad, callando por un tiempo, para volver a
hablar desde el fondo de las cosas, desde un orden espiritual cada vez más
necesario. Es posible que si la literatura regresa al principio, si se propone
no propiamente balbucear, sino volver a hablar de la raíz o desde el vacío,
desde lo sagrado, encuentre una vía de supervivencia. Mientras tanto como una
tempestad se extiende la antiliteratura que no es sino una exasperación agónica
de la misma literatura, del lenguaje escrito en vías de agotarse, y se
multiplica hasta el cansancio y lo exhaustivo, la crítica que el lenguaje hace
de sí mismo, en un acto reiterado de narcicismo y desesperación. Mientras más y
más libros salen de las máquinas de la industria cultural de consumo y la
crítica literaria perfecciona sus métodos de prospectiva, penetración y
valoración, hasta el punto de ahogar al creador, de matar su espontaneidad,
menos y menos tiene que decir el literato. Nada puede expresar mejor esta
situación como el siguiente diálogo referido por Simone de Beauvoir –mujer de
letras arquetípicas– en la página 108 de La forcé des choses, de en un
encuentro con el escultor Giacometii:
—Qué aspecto tan hosco tiene usted —me
dijo una vez Giacometii.
—Es que quisiera escribir y no sé qué
—Escriba cualquier cosa.
Gran
parte de los literatos no tienen nada que decir, pero insisten en escribir por
condicionamientos y elección seculares. Entonces las palabras, despojadas de su
relación con las cosas que les dieron origen y con el sentido del verbo
revelado, empiezan a fluir con la estéril abundancia sin sentido que nos
muestra la obra de Beckett. Se habla por hablar, como los personajes de este
autor, en quien el drama actual de la literatura adquiere mayor lucidez
desesperada y representativa. Esa mima ausencia de razón de escribir, esa
carencia de necesidad ontológica, ese mismo no tener nada qué decir, pues todo
parece dicho por acumulación y crecimiento vegetativo, al referir
definitivamente la literatura a la escritura, a las palabras, convierte al
escritor al hombre de letras, en un ente hecho tan sólo de palabras, brotadas
interminablemente de la memoria, de los sueños, de los ecos de la literatura
misma. El poeta Alain Bosquet, en su Primer testamento, obra becketiana
pregunta:
¿Vivir o escribir, escribir o vivir?
Suspiro:
En el verbo de mi carne encontró sus
razones.
También
afirma: Y el amor no es amor sino leído
dos veces.
O
bien: ¡Palabras! Me desmorono bajo el
peso de mis palabras.
¡Palabras! Las palabras tomaron el
puesto de mi carne.
¿La vida no está en la sola escritura?
No existo verdaderamente sino cuando me
destruyo .
Esa
lucidez terrible en la aceptación de la enfermedad que es la literatura, se lo
lleva a comprender que no es el poeta quien escribe el poema, sino el poema el
que escribe al poeta. Dirá:
Poesía, mi poema es su propio poeta.
Octavio
Paz, cuya obra toda es una reflexión reiterada sobre las relaciones entre el
creador de escritura y el lenguaje, afirma en Pasado en claro esta ambigüedad:
No veo con los ojos: las palabras
Son mis ojos. Vivimos entre nombres:
Lo que no tiene nombre todavía
No existe, Adán de lodo,
no un muñeco de barro, una metáfora.
Paz sueña con un lenguaje encarnado, plural,
fundado en la analogía, pues es consciente de la oposición entre los signos y
el cuerpo, tomado éste como suma de la realidad natural, la que no nos fue
dada. “La lectura del primitivo es corporal”, declara Conjunciones y
disyunciones, tras de haber reflexionado en las culturas llamada salvajes y
haber descubierto la “doble maravilla” que sería “hablar con el cuerpo y
convertir el lenguaje en un cuerpo”. Nostalgia del verbo. Paz no se resigna a
la muerte del lenguaje y quiere deletrear corporalmente el mundo o, por lo
menos, proponerlo. Por la vía de una proliferación maligna, de una expansión y
dispersión indetenibles, la literatura llega a ahogar al literato, al hombre de
letras. Lo sumerge en su discurso inagotable, en su fluir espeso y largo. Cesa
el yo por destrucción, por desintegración, no por liberación. Se detienen los
mecanismos de autoafirmación. Cruzó un punto vacío. Se expandió hasta diluirse.
Ya no es el autor quien habla, sino la existencia cancerosa de las palabras en
sí, pero esta vez desposeídas de destino, ajenas a cualquier orden sagrado o
trascendental. Ya no nombran. Mataron al mundo. Como un enjambre de insectos
monstruosos vuelan sobre las ruinas y los desiertos, donde ya no quedan hombres
sino lisiados, pedazos humanos que aún se mueven, trozos de cuerpos
semienterrados. Los literatos aún nos tomamos en serio. Creemos que formamos
parte de una élite pensante. Que representamos una avanzada en el mundo. Que
tenemos el deber de fijar posición ante todos los acontecimientos que conmueven
nuestra patria y las sociedades. Nos sentimos importantes escuchados.
Respetados. Se nos busca en las conmemoraciones y efemérides para que
pronunciemos discursos de orden. La sociedad no se ha dado cuenta aún de que la
literatura está muriendo, de que los literatos somos muertos en vida, de que
ella misma, la sociedad, está a punto de agonía. Se vive un juego de sombras
chinas. La industria cultural, sin embargo, necesita por el momento, literatura.
La promueve como nunca ésta había sido promovida antes, cuando buscaba
comprender el mundo o aspiraba ser intermediaria entre el hombre y el misterio,
o bien implicaba un destino fatal. Los hombres de letras alcanzan a ser oídos
en los más diversos países y lenguas, cuando los medios de comunicación de
masas se ocupan de ellos, cosa que sucede con frecuencia. Entonces se
pronuncian sobre la minifalda, la sexualidad, la guerra de Vietnam, el Poder
Negro, el gobierno de Fidel Castro, el Che Guevara, los viajes espaciales, los
medios audiovisuales, la pintura, el cinetismo, etc. Formamos parte del
sistema. Los literatos tenemos un sitio asignado dentro del llamado
“establecimiento”. La sociedad necesita de nosotros y nosotros de la sociedad.
La crisis que vive el mundo, más que la de un sistema determinado, capitalismo
o socialismo, cara o cruz de una misma voluntad de expansión tecnológica,
tecnocrática y de producción de cosas, es la del hombre en sí, la de su
alienación al mito del poder, la de su egocentrismo que deforma y entorpece las
relaciones y las comunicaciones con los demás. El hombre de letras no escapa a
esa crisis. Por lo contrario, la ahonda. De modo que la crisis adquiere sus
mejores ejemplos en los hombres de letras, en los artistas. Ellos perfeccionan
el desastre. Son los creadores de las sustituciones, de las compensaciones, de
las imágenes. Glorifican sin cesar las emociones negativas con las que la
imaginación y el afán de identificarse, como lo explicó Ouspensky,
desnaturalizan y convierten en veneno de la mente las emociones instintivas.
Los literatos somos los alimentadores de las crisis y nuestras obras confusas,
demoledoras, contradictorias, sustitutivas, fantasmales, desordenadas,
desgarradas, frutos de mentes enfermas, de un ego irritado y ávido, de la
fragmentación constante de la vida, de la incapacidad de ser real, constituyen
un hipotético mundo futuro liberado, los mejores documentos del automatismo del
hombre, de su miedo constante, de su angustia, de su infierno, de su época que
Hesse llamó “folletinesca”. Toco aquí un aspecto fundamental de esta
exposición. El hombre de letras, el artista, yo mismo, no tengo derecho a obrar
sobre el mundo sino en la medida en que puedo obrar sobre mí mismo. Pero la
literatura debilita el esfuerzo hacia una ascesis personal cuando impera en
ella. “Se descubre también y a veces desde el principio, cuantas consecuencias
peligrosas puede tener la expresión de emociones negativas. El término de
“emociones negativas” designa todas las emociones de violencia o de depresión:
apiadarse de sí mismo, cólera, presunción, miedo, contrariedad, fastidio,
desconfianza, celos, etc… Por lo general se acepta la expresión de emociones
negativas como cosa natural y hasta necesaria. Frecuentemente la gente las
llama sinceridad. Por supuesto, eso no tiene nada que ver con la “sinceridad”,
se trata simplemente de debilidad en el hombre, de señal de mal carácter y de
impotencia para guardar dentro de sí sus quejas. El hombre llega a comprenderlo
cuando se esfuerza en oponerse a sus emociones negativas- Y ellos constituye
para él una nueva lección. Advierte que no basta observar las manifestaciones
mecánicas: se impone resistir a éstas, porque si no se resiste no se las puede
observar”. el sentimiento de compensación o bien se erige en impedimento mayor
cuando se pliega a los condicionamientos que propician el éxito, o se extravían
en el cultivo de tautologías hedonistas. Las cosas están detrás de las
palabras. Son la realidad. En el momento en que las palabras entran a sustituir
las cosas, impiden una toma de contacto completa con la realidad. Y se crea la
ficción. Disipados los fantasmas de la mitología, fallecidos los dioses,
perdidos los sustentos religiosos, ahogada la magia, decaído el verbo, no se
puede pretender sustituir aquellas virtudes lustrales del lenguaje literario
con la adoración del artificio del texto, con lo puramente escritural, con los
signos en rotación. La tarea más urgente del literato, desde este punto de
vista, sería volver a estar vivo, volver a sentir la realidad como si fuera su
piel, aceptar que las cosas que le fueron dadas, –los elementos, la naturaleza–
no necesitan de él para vivir, más bien es él quien necesita de su entorno.
Semejante toma de conciencia implica una gran humildad. Esa humildad se produce
cuando acontece dentro del individuo una revolución del alma que lo libere,
entre otros aspectos de la alienación de la literatura misma. Ortega y Gasset
decía: “El poeta empieza donde el hombre acaba”. No se trata de una paradoja,
sino de la intuición profunda del existir literario, de esa dimensión
deformante que es la literatura y para la cual, en primera o en última
instancia, sobre la realidad. Los símbolos de la literatura que hemos creados y
alimentado nos impiden mirar directamente la cosa, ver el hecho en sí,
descubrir lo que es sin necesidad de nosotros. Es menester, en cierto modo, que
el lenguaje se reabsorba en la realidad y recobre su funcionalidad primordial
de verbo. Esto no puede ser obra de la literatura, sino de la vida, de la tenaz
tarea descondicionamiento, de la acción interior a la que podamos someternos
los literatos. Guillent Pérez, en un importante ensayo titulado Dios, el ser,
el misterio, al establecer la diferencia ontológica entre ser y ente, se
refirió a la pura presencia de las cosas, en relación con aquel episodio
fundamental de la obra La náusea, de Sartre, en que Antoine Roquentin se
desmorona y siente una revulsión incontenible cuando advierte de pronto, en una
plazoleta, que los árboles, las cosas son en ellas mismas, desposeídas de todo
sentido humano, que él está de más, que en su rededor la naturaleza chorrea
vida propia, incontenible, innominada, cruda, ingente. Guillent Pérez escribe
entonces: “El hundimiento del mundo humano no tiene por qué acarrear náusea ni
angustia, sino, antes bien, el descubrimiento de lo único que puede hacer feliz
al mortal” es el descubrimiento del ser, de lo que es, sin necesidad de ser
pensado y traducido de inmediato a los mecanismos complejos del yo. Por eso,
con audacia, Guillent Pérez concluye: “La esencia fundamental del hombre no es
la razón, sino el ser” . La literatura, al igual que el persona de La náusea,
empieza a darse cuenta como escribió Blanchot, pero con otras miras, que
“cuando todo ha sido logrado” se queda sin salida “o bien descubre el fracaso
absoluto de ese éxito y se disuelve a sí misma en la insignificancia de una
carrera académica”. La integración al sistema alienante de y a la alienación, o
bien al descubrimiento de una ausencia de salida, es lo que espera al hacedor
de literatura, en un momento en que se plantea como única alternativa creadora
la revolución interior, la necesidad para el escritor –y el hombre– de rechazar
la sociedad en sí –la capitalista democrática como la socialista china o
cubana–. Los condicionamientos interminables, el automatismo, los estímulos
vitales de poder, los esquemas de la memoria y del pensamiento, la egolatría
secular, las sustituciones y las imágenes, con el objeto de ser, de abrirse a
la vida real, a la renovación posible, a la liberación. Interrogado un día
sobre la imaginación y el arte, Krishnamurti, gran pensador de nuestro tiempo,
que viene formulando desde hace años un mensaje tan simple como revolucionario,
contestó que quien está en contacto directo con la naturaleza, con las colinas,
las nubes, los ríos, los árboles, los pájaros, quien forma parte del movimiento
misma de la vida real, no necesita ir a los museos, pintar o drogarse. Hago
extensiva esa afirmación a la literatura, al literato: más importa vivir que
escribir; si el precio de la liberación es el silencio, quizás convenga optar
por éste, porque en el seno de ese silencio creador está todo el esplendor de
la vida y quizás, como semilla, la posibilidad del renacimiento del verbo en
comunión con la realidad pensada, no descrita, no nombrada, sino irradiante en
su potencia de ser lo que es. Entonces las palabras estarán con la vida, porque
no precederán al hecho, sino lo seguirán. No pretenderán ser la cosa, sino su
reflejo; no devorarán la realidad en ese rito de escribir, sino tendrán la
pureza de lo que nace sin cesar del silencio original. Si en algo siento el
fracaso de nosotros, los escritores, es en esa incapacidad de sustraernos a la
masificación, a la cosificación, a las banderías, a la embriaguez del discurso
lineal e interminable. Tarea del escritor debería ser depurar la vida, y no
llenarla de proyecciones fantasmales del propio ego, de la imaginación viciosa,
de las ambiciones, de los resentimientos. Tratar de ser hombre libre, en esta
época de alienación tecnológica, propagandística, política, operacional, es
quizás la mayor tentativa la que puede aspirar e implica, de modo inevitable,
una revolución interior dirigida, una mutación, como dijo Krishnamurti, “en la
simiente misma del pensamiento, no en las expresiones exteriores de esa
simiente…” Entonces, el mito del hombre nuevo se tornaría en realidad.
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