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Felix Valloton |
Te habías quedado todo el día
allí, de pie, mirando las
montañas,
y era, dijiste, alimento
para los ojos, corazón
quebrantado. Yo pasaba,
parece,
en el atardecer,
ando en bicicleta por un
sendero.
Lo cuentas y quedo contemplándolo
con esperanza, una buena
esperanza
nodriza de la vejez. Yo lo
llamo
dulzura, la música dulzura que
conforta
o hidrata la aspereza. Algunos
niños
cercanos al autismo, cuando
crecen,
imprimen o padecen movimiento
constante, un ritmo de hombros
ajeno a cualquier música,
latido,
circulatoria sangre propia,
sin contacto.
Sólo a veces sus ojos buscan
engañosamente, no hay dulzura
ni aspereza, un sonido
interior los envuelve, sangre
roja.
Contemplo las montañas de tu
sueño,
busco en ellas tus ojos.
Y escruto, sin embargo, el
corazón. Nada hidrata.
Nada amortigua. Escrutar es
áspero
y no lame. Las horas últimas
de la vigilia: sabia
la disciplina monacal que
impone
levantarse a maitines. Enjugar,
sostener, confortar: mirar la
noche.
Volver al corazón. Entonces ya
la música
es azul, azul es la dulzura. Pedir.
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