jueves, 3 de septiembre de 2015

Pierre Michon: Rimbaud el hijo

“A la reina de las hadas malas habría podido ahora, pues, dedicar el estudiante sus tostones en la mismísima lengua que hablaba esa hada, y no ya en el idioma mate de diciembre, sino que habría podido habérselas con ella en esa lengua de junio. Mas no lo hizo; debe de ser que no los escribía ya para ella: porque ahora era un chico mayor y no andaba ya metido entre las faldas de su madre; y, ante todo, porque si hubiera dicho esos versos bajo la araña del comedor su amor habría estallado con fuerza desmedida en la claridad del sentido, y él se habría desplomado al suelo ante su madre, balbuciendo como un recién nacido, y unas lágrimas de recién nacido lo habrían dejado sin habla en el primer hemistiquio, y es posible que entonces, en la claridad del sentido, su madre lo hubiese alzado del suelo con apasionado cariño, se lo hubiese sentado en las rodillas, le hubiera limpiado los mocos, lo hubiese acariciado y consolado; y que también ella se hubiera sentido un tanto consolada: y ésos son los consuelos que no quiere la poesía, porque la vuelven muda. Dicen también que durante el reinado de Izambard, las escalas musicales al buen tuntún se fueron convirtiendo en una obra, es decir, en un ogro: y si el niño no se dignó decírselas a la anciana reina, fue porque su propia ira había crecido, estaba hambrienta, notaba que le nacían alas y botas de siete leguas, ardía en deseos de habérselas con soberanos de mayor envergadura, de liquidarlos sucesivamente a todos, de ahondar sin compasión”

“No cabe duda de que Izambard amaba la poesía y la practicaba, pero lo hacía al modo de esos hombres que sienten pasión por la caza, por los gratos relatos otoñales en que hay plumas y sangre, nobles vocablos de montería y cetrería, trompas al revolver de un bosque resplandeciente como un ángel, pero que, si llevan escopeta y salta ante ellos la liebre con sus expresivas orejas, se echan a temblar, cierran los ojos y yerran el tiro. Y, cuando regresan, dicen que tuvieron buena caza. Tampoco Izambard quería matar a nadie y creía, no obstante, que iba a tener buena caza; y si hubieras entrado en su aula al acabar las clases y, al rogártelo él, hubieras tomado asiento para, después, preguntarle qué era para él la poesía, es muy probable que hubiera respondido ruborizándose, turbándose, quitándose quizá los quevedos para limpiarles el vaho con un pañuelo de maestro de la Normal; y, mirando por la ventana para no tener que mirarte, habría respondido con entonación audaz y medrosa que era un asunto del corazón merced al cual la lengua se engalana como una novia, o también, a partir de Baudelaire, se pinta los ojos y está picada de viruela, aunque esplendorosa y engalanada como una puta de altos vuelos, pero que en ningún caso es una campesina renegrida que cava un agujero en el que la lengua se introduce de forma desmesurada y vibra. Opinaba que la poesía estaba bien; que pertenecía por entero al territorio del bien, de la República y de los días de reparto de premios, y no al de Sedan y las grandes matanzas; que era obligación de todos apartar del camino de la poesía los obstáculos que genios perversos colocan aviesamente para que la gente se deje el pellejo en la guerra, amén de poner en candelero el brazal y el quepis, esos incitadores del crimen; que todo el mundo, tras librarse de tales relumbrones, puede, de la forma más democrática, llegar a poeta, pues sólo se precisa una imaginación algo así como infantil, disciplina para rimar y una libre libertad. Y tú le habrías dado la razón en lo de la disciplina para rimar; en lo demás, no cabe duda de que habrías tenido ciertas reservas en tu fuero interno y te las habrías callado; pero si te hubiera inflamado la prédica vehemente de aquel joven, si estirando con mil trabajos las piernas bajo esos pupitres excesivamente pequeños, pero con el corazón exaltado empero al ver las flores altas en las frondas intuidas tras la ventana, si, así pues, hubieras argüido que no es posible que la poesía pertenezca por entero al territorio del bien en vista de que cuando nuestros primeros padres estaban en el Gran Jardín no hablaban, sino que se comunicaban entre sí, de igual forma que las flores lo hacen mediante abejas, mediante alados mensajeros, y sólo sintieron que se les soltaba la lengua cuando el ángel les hubo indicado por dónde se salía, si hubieras alegado que sólo les fue dada la lengua de los hombres tras la Caída, cuando la materia dejó de ser canto, y que la poesía, que es lengua de la lengua, también va a caer al pozo universal, y posiblemente lo hace con doblada velocidad, a menos que, en su rabiosa duplicación, suba una y otra vez a pulso, llegue casi al brocal, vuelva a caer hasta un nivel más bajo, haciendo así uso de su libre libertad -y si te hubieras mostrado entonces indeciso, buscando vehementemente las palabras con audacia y pánico-, él entonces habría vuelto a doblar muy calmoso el pañuelo de maestro de la Normal, se habría puesto otra vez los quevedos y, adoptando un ademán de lo más digno para mirarte de arriba abajo, te habría preguntado fríamente a qué confesión pertenecías. Y ahora te habría tocado a ti ruborizarte, contemplar los castaños del atardecer y sacar a colación Sedan”.

“Dicen también que en ese jardín escribió ese poema que todos los niños saben, en el que convoca a sus estrellas igual que silbamos para que acudan nuestros perros, en el que acaricia a la Osa Mayor y se tiende a su lado; y ese final de verano no fue sino cadencia, casi siempre de doce pies, y él, colgado de la varilla en el Septentrión, aunque, al tiempo, con ambos pies bajo la mesa en la posada verde, conseguía que todo cupiera a la vez en la varilla, la bonita muchacha que sirve el jamón, la glorieta en donde se come ese jamón, y la Estrella Polar que sube por el cielo hasta situarse encima. Y todo ello es dicha pura. Es la sencillísima manifestación de lo verdadero,
que se parece a Dios o a una niña muerta, tras un macizo de flores en septiembre. Dicen que hubo, ante todo, dos escapatorias, pero sin estrellas, lejos de los jardines, lejos de lo verdadero, que lo condujeron hasta París. Y nadie lo estaba esperando”.

“Rimbaud tocaba con mayor vehemencia, apostaba más fuerte. Ansiaba ser la poesía en persona con mayor intensidad que Verlaine, es decir, excluyendo a todos los demás: pues sólo cumpliendo esa condición podía tener la esperanza de calmar a la vieja que llevaba en el pozo interior, permitirle que descansara un poco”.
La vieja de dentro, para consolarse y adormecerse, precisaba que el hijo fuera el mejor, que es como decir el único, y no tuviera maestro alguno. De esto tengo la seguridad: Rimbaud rechazaba y aborrecía a todo maestro, y no tanto porque quería y creía serlo él cuanto porque su propio maestro, es decir, el del hada mala, el Capitán, lejano al igual que el zar y difícilmente concebible al igual que Dios, y soberano aún en mayor grado, al igual que ellos, por el hecho de vivir recluido tras unos kremlins, tras unas nubes, ese maestro suyo de toda la vida era una efigie fantasmal que inefablemente emanaba de las cornetas fantasmales de guarniciones remotas, una efigie perfecta, fuera del alcance de cualquiera, infalible y muda, postulada, cuyo Reino no era de este mundo; y el haberlo visto aparecer en este mundo ni tan siquiera como aparición sino como amago de ella, apariencia de ella, sombra proyectada, lugarteniente, encarnación venida a menos que trasegaba cerveza negra por entre las barbas y escribía versos hermosos, sacaba de quicio a Rimbaud, lo despojaba; y es muy probable que se enrabietase, en el colmo de la indignación y sin saber por qué, igual que un fariseo a quien el Dios opaco de las Tablas selladas inflige la injuria de manifestarse con absoluta claridad en el piojoso de Nazaret. Verlaine se secaba la barba húmeda de cerveza negra y miraba, risueño, a aquel muchachote al que tanto quería; y éste, indignado, escupía en el suelo, daba media vuelta y salía con un portazo. A ese rechazo de un maestro visible se lo llama, en el caso de Rimbaud, rebeldía, rebeldía juvenil, pero es algo muy antiguo, como la antigua serpiente en el antiguo manzano, como la lengua que hablamos. Está en la lengua que dice yo, cuando esa lengua se remonta por encima de todas las criaturas visibles y no se digna dirigirse sino a Dios”
“hemos visto a Rimbaud viejo mirando a los ojos a una anciana de Charleville a quien iba destinada la foto. Esos hombres lo vieron; esos hombres compartieron la palabra con Rimbaud; y, ya hablasen de métrica o de escopetas, siempre los he visto quedarse sin voz, reírse con inquina y justificarse luego, o dar puñetazos cada vez más fuertes encima de la mesa -eso si eran reyes o grandes duques- cuando Rimbaud ponía el puño encima de la mesa. Pero no pienso seguir hablando de ellos”
“Y, por fin, si renuncio de mala gana al espejismo romántico de ese cinturón de oro, de ese atributo de Sardanápalo llevado como bajo un chaleco rojo de mameluco, diré en cambio que a lo mejor dejó de escribir porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad. Ni de El barco ebrio, ni de la Temporada, ni de Infancia se dignó ser hijo, como tampoco aceptó ser el retoño de Izambard, de Banville o de Verlaine”



“No sabemos en realidad qué es lo que brinca en ese corazón de hombre voluntarioso o de hembra, al unísono de las palabras que le dan vueltas en la boca. Las estrellas, atentas, distraídas, parpadean. La voz en la oscuridad les recita la Temporada a las estrellas. La manaza se cierra, la emoción crece, la voz llama a las lágrimas. Sabemos que esa emoción existe. Es quizá una alegría de diciembre. ¿Será acaso potestad? ¿Será que ahora es ya Rimbaud el maestro de todos los demás, de Hugo, de Baudelaire, de Verlaine y del bueno de Banville? ¿Será guerra? ¿Será que ha dado en tierra con el aparejo de doce pies que nos mantenía erguidos, que ha desbaratado el antiguo protocolo y nos deja a todos sin protocolo, impotentes y taciturnos, como almiares en la oscuridad de la noche? ¿Será la agria alegría de haber convertido el poema en ese objeto tan tieso, sombrío y vano, taciturno, despreocupado de los hombres como un almiar en la oscuridad de la noche? ¿Será gloria, lejos de los almiares y de los hombres, para las estrellas, como las estrellas? ¿Será junio? ¿Será el sanctus? ¿Será la dulce alegría de haber hallado la plegaria nueva, el nuevo amor, el nuevo pacto? Mas ¿con quién? Las estrellas danzan entre las frondas oscuras. La casa está más oscura que la noche. ¡Ay! Será a lo mejor que al fin te he alcanzado y te tengo abrazada, madre que no me lees, que duermes a pierna suelta en el pozo de tu cuarto, madre para quien ideo esta lengua huera en la inmediata cercanía de tu luto inefable, de tu barrera sin salida. Es que ensancho la  voz para hablarte desde muy lejos, padre que nunca me hablarás. ¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas Dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire son efe sutil viento entre las hojas La noche avanza Se alza la luna, no hay nadie apoyado en el almiar. Rimbaud, en el sobrado, entre cuartillas, se ha vuelto de cara a la pared y duerme con sueño de plomo”.

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