miércoles, 20 de julio de 2016

Quiroga entre lo humano y lo animal no humano


La base de la mentalidad occidental está estructurada por diversas y heterogéneas perspectivas, pero, sin duda, el cristianismo y la cultura griega sobresalen y son capitales en nuestra formación de la concepción y entendimiento del mundo. Estos dos mentados sistemas de pensamientos que aspiran a contener e interpretar las diferentes capas del mundo para formar una totalidad se complementan y repelen a un tiempo. Dentro de la larga lista de elucidaciones sobre fenómenos aparentemente explicables ya sea por vía de la razón o de la intervención divina con su particular solución están los animales. Lo que sabemos teóricamente de estos seres vivos nos viene, entre otros caminos, de la religión cristiana o de la filosofía y cerca a ésta la investigación científica. Puede que una parte importante de la población aspire  a llegar al tiempo y  sociedad posreligiosa aferrándose a la razón como único eje explicativo del universo inmediato y sus móviles menos visibles, pero lo cierto es que aún persisten modelos de pensamientos que llevan siglos promulgándose creando un imaginario nada fácil de desechar. Así tenemos que un primer acercamiento al mundo animal proviene de la Biblia. En este sacro texto cristiano la idea de animal queda bastante clara: un ser inferior al hombre, un espécimen para dominar. El creador de la vida, Jehová, ordenó a los seres humanos: “Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra” (Génesis 1:28). El mandato es claro para el hombre que fue creado a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27).

La concepción bíblica de los animales no es negativa en su totalidad porque son, ante todo, elementos de ayuda al hombre. El famoso episodio del diluvio universal ilustra que los animales forman una pieza en el plan divino que mantiene en equilibrio al cosmos: “Y de todo ser viviente, de toda carne, meterás dos de cada especie en el arca, para preservar les la vida contigo; macho y hembra serán” (Génesis 6:19). En rigor, la relación original y verdadera entre hombre y animal es de armonía y fue el lazo que permaneció en un primer tiempo paradisiaco y al cual llegado el fin de los tiempos habrá de volver. Pero en medio de esos dos extremos temporales aconteció el pecado del hombre, esto es, la desobediencia a Dios y el arrojo por defecto al conflicto, la expulsión del edén y la vida marcada por el dolor y la muerte. La relación con el reino animal también devino ambigua y tensa, incluso algunos animales como la serpiente o los cerdos, entre otros, se les califica desde la doctrina cristiana negativamente, son impuros. No es que los animales no posean alma, esto es, el componente inmaterial que mueve los seres vivos sino que su alma no es inmortal como la del hombre. 

Otra perspectiva que no está en consonancia con la cosmovisión cristiana esboza indirectamente la idea de animal, es la expuesta por Aristóteles en su Política: “Al bárbaro el heleno tiene derecho de mandar" (1996, p. 89). El bárbaro en este caso es lo extranjero, lo no civilizado, aquello que arrastra el lastre de la animalidad. Son las culturas que no progresan según los estándares helenos y se mantienen en un estado natural, o sea, salvajes. Lo animal, por tanto, igualmente es inferior al hombre civilizado o ciudadano y debe ser dominado. Ciertamente, el animal es, desde el 'animal racional' aristotélico en adelante, todo aquel individuo que carece de las cualidades -alma, palabra, razón- del hombre, es decir, una desviación respecto de la recta trayectoria de lo humano.

Se define por tanto al animal, en este caso, como una totalidad opuesta a la humanidad en su conjunto, apareciendo ésta como una suerte de desprendimiento de su animalidad más primitiva; salvada ésta por su progresión y su característica civilizatoria, aquélla que aparece como salvaguarda de la ética, la virtud o la moralidad -dependiendo del contexto histórico-; así como por la separación real entre un estado de naturaleza salvaje o asalvajada, de la cual escapamos, huimos, salimos para emanciparnos de una naturaleza que nos parece y se nos presenta como hostil, huyendo tras la civilización como estructura de relaciones "complejas", verticales, higiénicas, saludables, pulcras, buenas, éticas, ciudadanas, "iluminadas", blancas, proporcionales, estéticas, bellas...(Testa,2003, p. 3)
Más tarde dentro de la línea de la filosofía René Descartes (1596- 1650) dirá que “los animales son como cualquier otra cosa que pertenezcan exclusivamente al mundo material, puras máquinas con las que podamos hacer cuanto nos plazca” (Garrido, 1999, p.151). Aunque extrema la postura de Descartes no difiere mucho de las líneas bíblicas. En ambas posiciones el animal queda en un escalón por debajo del hombre por lo que está destinado a obedecer su superior, el que posee y usa el raciocinio y todo lo que este rasgo implica. El trato y la ética a grandes rasgos del hombre con respecto a los animales estarán supeditados mayormente  por esta jerarquía y la interrelación que se da a partir de ella.

Sin duda que dentro de la historia de la filosofía problematizar el concepto de animal es un aspecto recurrente, nada casual si se parte de la vieja idea aristotélica del hombre como “animal racional” con lo cual se inició una larga e influyente tradición filosófica, que también ha sido muy criticada por algunos pensadores modernos y contemporáneos.   En Friedrich Nietzsche (1844-1900) el hombre aparece no sólo como un ser que se encuentra inacabado –sin una determinación ontológica definida– sino como un punto de inflexión entre el animal y el superhombre: “El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo [...] La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso” (2008, p. 10). Martín Heidegger (1889- 1976), por otro lado, define lo que es el animal respecto al hombre y lo que es el hombre respecto del animal planteando la siguiente distinción: “la piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo y el hombre es formador de mundo” (Heidegger, 2007, p. ) En otras palabras, la idea de estos seres va a estar en relaciones de los mismos con “su” mundo. Este planteamiento esbozado por Heidegger será el punto de partida para el desarrollo del propio sistema de pensamiento de Giorgio Agamben quien, entre otras áreas, le interesa la relación hombre- animal.

Agamben es conocido por la noción de Nuda vida, esto es, la vida absolutamente expuesta al poder soberano de dar muerte. Es la vida reducida a su mera condición biológica, y por tanto absolutamente manipulable. Ya no habla de sujeto sino de cuerpo vivo lo que tiende lazos estrechos entre la vida humana con la de una planta o animal. “La politización de los procesos biológicos de los cuerpos constituyentes del antes llamado pueblo” (Valderrama, 2014, p. 132) La base de este pensamiento lo estructura a partir de Foucault y su idea de la gestión política en la vida, la intervención del poder en la vida humana, Biopolitica en término técnico, central para la modernidad, que decide la humanidad de los vivientes: “El poder se mete en la misma piel de los individuos, invadiendo sus gestos, sus actitudes, sus discursos, sus experiencias, su vida cotidiana” (Foucault, 1976, p. 106). Durante la primera mitad del siglo XX, toda apelación a la animalidad de determinados hombres es signo y seña del surgimiento de políticas de subjetivación fascistas. Michel Foucault (1926- 1984), en distintas etapas de su trabajo, se interroga sobre dichos procesos de individuación. En 1966, en oposición al humanismo existencialista, señala la “muerte del hombre” en Las palabras y las cosas; diez años después, esa misma muerte da inicio a la Biopolítica.  A partir del siglo XVII, según su tesis, el poder cambia de modalidad: pasa de una función soberana capaz de dar muerte a sus súbditos a una función administradora de la vida. Este biopoder, disciplinador de los cuerpos y regulador de lo viviente, fue “un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos” (Foucault, 2005, p.170).

Agamben pertenece a esa línea investigativa del llamado poshumanismo, esto es, revisar la historia del pensamiento de lo humano a la luz de las transformaciones técnicas, ideológicas y culturales. El humanismo hay que entenderlo como un esfuerzo de domesticación del hombre en el que se pretende desinhibir su condición animal aunque en la práctica no lo logre realmente. El humanismo habría sido el modo (histórico) de responder a la pregunta (histórica) de cómo el hombre puede convertirse en ser humano, verdadero o real. La pregunta de nuestra época sería, siguiendo las ideas de Agamben y agotado el humanismo: ¿Cómo hemos llegado hasta acá? Para Agamben los remedios humanistas no bastan ante la arremetida de la biopolitica, esto es, una vida sujeta, organizada y subyugada por dispositivos. En uno de sus libros: Lo abierto. El hombre y el animal Agamben sugiere más que la separación entre el hombre y el animal que acepta de Heidegger es el paso a la animalidad por parte de lo humano en el fin hegeliano de la historia siguiendo algunos postulados del filosofo Alexandre Kojève (1902-1968).
No solo la filosofía enfrenta desde la razón la compleja relación entre hombre y animal. La literatura como forma de conocimiento detrás de la ficción tiene múltiples y célebres ejemplos, pero en este caso nos importa los aportados por el escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), concretamente en tres cuentos: El sueño contenido en el libro El Salvaje (1920), La patria y Juan Darién del libro El desierto (1924).

En El sueño un inspector meteorólogo visita a un colega ermitaño que labora en una lejana estación reportando las actividades climáticas selva adentro, donde el río Paraná es indomable, en la zona de Entre Ríos, Argentina. El viaje del inspector también es motivado por una serie de informes emitidos por el solitario encargado, extrañado por los altos números correspondientes a las lluvias y la humedad de la zona. Pero en el encuentro entre el hombre de ciudad y el trabajador de la selva además de cerciorar que los informes son verosímiles y ajustados a los hechos el protagonista misántropo le cuenta cómo anduvo con un dinosaurio por tres meses, cómo él, encargado de una estación meteorológica en una tierra inhóspita se transformó en algo cercano a un animal y cómo al final tuvo que sacrificar al Nothosaurio pensando en su propia sobrevivencia. En este cuento Quiroga con gran audacia estructura un realismo que paradójicamente logra escapar a lo representativo o figurativo. La base la conforma referentes identificables pero atravesados por situaciones fantásticas como la aparición de un dinosaurio sin mayor explicación ni aspaviento por parte de la voz narrativa. Es común la aparición de animales en los cuentos de Quiroga, pero mayormente animales pertenecientes al contexto con el que se le encasilla: la selva. También es constante la tensión y la manera conflictiva donde se desarrolla las relaciones entre el mundo animal y humano en el autor salteño que no es otra cosa que la mentalidad occidental aplicada a una narración de principio de siglo XX. Pero un Nothosaurio subraya la separación entre hombre y animal que tanto filósofos como la doctrina cristiana mantienen en pie. Sin embargo, recurriendo al pensador Agamben esa separación no es tan inamovible como se cree porque el filosofo italiano sostiene que  esa franja, frontera, línea y división, es móvil, no es clara, es una cesura que aún a pesar de separar, mantiene la cercanía entre aquello que se busca distinguir de lo otro.

El paso del animal al hombre, a pesar del énfasis puesto en la anatomía comparada y en los hallazgos paleontológicos, era en realidad producido a través de la sustracción de un elemento que no tenía que ver con una cosa ni con la otra y que era presupuesto como característica de lo humano: el lenguaje. Identificándose con éste, el hombre hablante excluye, como ya y no todavía humano, su propio mutismo (2006, p 71)
El hombre vendría a ser tan animal como cualquiera aunque el primero tenga la capacidad de poder moldear su propio rostro y recibir todas las naturalezas; es un ser que se construye a sí mismo y decide lo que es. El hombre como tal no tiene rango, no posee rostro, siempre está abierto a recibir cualquier rostro, ya sea bestial o divino: el ser humano se hace a sí mismo tal como se piensa. La vuelta a la animalidad es una posibilidad latente porque la frontera es más bien móvil y es identificable en esta ficción de Quiroga cuando dice: “Durante meses y meses había deseado ardientemente olvidar todo lo que yo era y sabía, y lo que eran y sabían los hombres… Regresión total a una vida real y precisa, como un árbol que siempre está donde debe, porque tiene razón de ser. (…) Ha vuelto al mono, guardando la inteligencia del hombre” (p.227). Pero es una regresión que para el personaje de Quiroga no dura mucho tiempo pues se impone la sobrevivencia antes que la convivencia. La razón es netamente pragmática: cuando el dinosaurio tenga hambre yo seré su alimento, piensa el personaje que al final le da muerte al gran animal. Su regresión es incompleta, fallida, impedida quizás por toda su herencia cultural que lo ha moldeado y, en definitiva, le dice qué y cómo es. Según Kojève, leído por Agamben, el hombre, al final de la historia, vuelve a ser animal. Como lo era al principio, en definitiva. Entonces, nos dice, desaparecerán las guerras, las revoluciones, y la filosofía. Una suerte de idea del eterno retorno a un lugar de paz y armonía, a sabiendas que el retorno no será igual porque las cosas en el mundo no se repiten, no son calcos perfectos, no se pueden bañar dos veces en el mismo río. Agamben, por otra parte, sigue esa fórmula pero con otro matiz impulsado, quizás, por la lectura bíblica: “en el último día, las relaciones entre los animales y los hombres tendrán una nueva forma y el hombre mismo se reconciliará con su naturaleza animal” (2006, p. 12). El autor  se refiere a la profecía mesiánica de Isaías 11, 6, donde los animales, incluyendo la humanidad, vivirán en armonía, sin violencia, sin muerte. En otras palabras, ocurrirá eso cuando el hombre se reconcilie con su naturaleza animal. Más que conversión lo que habla Agamben es de aceptación de una parte sustancial de nuestra propia naturaleza.

En principio puede parecer que volver a la animalidad sería contradecir la razón, suspender el lenguaje que es a fin de cuentas el rasgo definitorio de lo humano y que, usando las palabras de Aristóteles, le abre la posibilidad de lo político.  Pero ¿cuándo se producirá ese fin? ¿o es que ya aconteció? se pregunta Manuel Arranz y se responde siguiendo pistas dadas por Bataille: “retorno del hombre religioso, pasividad, indiferencia ante la muerte, pérdida de todos los valores menos el del dinero, y otros trasuntos del mismo o similar cariz”. (2005, p. 2). En otras palabras, los rasgos de un fin profetizado no solo por el filósofo ruso. Lo cierto es que Kojève con el tiempo refuta su propia hipótesis de vuelta a la animalidad porque, en definitiva: “el hombre es producto de la tensión entre su animalidad y su humanidad. Y tan monstruoso es un hombre sólo animal, como un hombre sólo humano”. (Arranz, 2005, p.2).  

La armonía de la que habla Agamben en tiempos finales de la historia posiblemente sea la superación de la dominación de la Biopolítica. En la sociedad contemporánea  el poder  se ocupa de la vida natural y biológica, esto es, “gestionar la animalidad del hombre” (2005, p. 98). Para Agamben la gestión integral de esa vida biológica es “hacer suya su propia latencia, su propia animalidad, que no queda encubierta ni es convertida en objeto de dominio, sino que es pensado como tal, como puro abandono” (2005, p. 102). Todo esto a fin de mantenerse a salvo de la disciplina del biopoder, de que el humano tenga el control de su vida biológica. Y es que ese espacio que queda en la separación de lo humano y lo animal donde amabas naturalezas se mezclan, es lo que el pensador italiano llama Lo abierto.   

 Lo que retorna y aún se mantiene es la diferenciación subrayada entre hombre y animal, pero también como un área porosa, maleable, móvil. Quiroga lo relata en su cuento El sueño, Agamben lo razona de la mano con Kojève y da a pensar en una serie de rasgos recientes que indirectos mantienen esta relación distanciada aunque disimulada entre humano animal: la migración masiva de la población rural a las grandes urbes; la desaparición del animal doméstico útil y el surgimiento de la mascota sin fines prácticos; el desarrollo de la industria del alimento y la reducción del animal a mera materia prima; la creación y reorganización de jardines zoológicos; la experimentación científica con animales y el desarrollo de disciplinas inéditas, como la etología, la ecología, la ética y el derecho centrados en el animal, y la desaparición de otras, como la historia natural. Son cambios de matices pero no de color, las barreras se siguen alzando y la máquina antropológica como llama Agamben al hombre sigue produciendo y naturalizando humanidad y excluyendo a partir de un concepto ya presupuesto.

En los cuentos La patria y Juan Darién de Quiroga la ficción ilustra esa área no definida y en vaivén que es “lo abierto” en Agamben y donde la mixtura entre naturaleza humana y animal es difícil de separar. En La Patria un grupo de animales de la selva deciden formar una patria para ellos luego de que un grupo de zánganos entran en una casa abandonada momentáneamente por un hombre y leen un libro perteneciente a éste último. El hombre es un soldado y ha ido a la guerra, a defender su patria. Siguiendo la teoría encontrada en el libro los animales comenzarán a delimitar su territorio y eso le dará forma a la patria, pero ese cerco, tanto en la tierra como en el aire, traerá la nostalgia de un territorio libre de fronteras. El soldado a su regreso de la guerra, herido, ciego y guiado por su hijo les dará un discurso a los animales de lo que él considera es la patria:

-La patria, hijo mío, es el conjunto de nuestros amores. Comienza en el hogar paterno, pero no lo constituye él solo. En el hogar no está nuestro amigo querido. No está el hombre de extraordinario corazón que veneramos y que la vida nos ofrece como ejemplo cada cien años. No está el hombre de altísimo pensamiento que refresca la pesadez de la lucha. No hallamos en el hogar a nuestra novia. Y dondequiera que ellos estén, el paisaje que acaricia sus almas, el aire que circunda sus frentes, los seres humanos que como nosotros han sufrido el influjo de esos nuestros grandes amores, su patria, en fin, es a la vez la patria nuestra. (Quiroga, p. 507).
El discurso del soldado anula el deseo de los animales e impide, en este caso, un trayecto contrario a la proyección de Kojeve: ir de animalidad a la humanidad. Nuevamente nos encontramos ante el hecho de que una humanidad pura o animalidad casta devendría en algo monstruoso, defectuoso, negativo. En la narración los animales quieren acercarse a lo humano siguiendo un patrón de organización política colectiva, pero al comenzar a concretar este deseo el malestar se hace presente a la par. Hay una fluctuación de lo salvaje a lo civilizado pero con imposibilidad de estar solo en un bando. El conflicto es la no aceptación; de los humanos reprimiendo la naturaleza animal originando con ello la larga lista de normas y leyes, fronteras y maneras que moldean una  mentalidad y comportamiento particular y aprobado; de los animales al renegar su plenitud animal y querer emular la vida civilizada creando justificaciones solo validas en el campo discursivo.  
En el cuento Juan Darién la frontera entre hombre y animal está más difusa de ubicar. En un territorio selvático llega una epidemia de viruela. Los niños son las principales víctimas y en ese grupo exterminado por la enfermedad va la criatura de la mujer protagonista del cuento. En pleno duelo y dolor la mujer se topa con un tigre bebé al que rescata y le da cariño, incluso lo amamanta. Ese gesto restablece el vínculo recién quebrado: el de madre e hijo. El milagro de esa relación ocurre luego de que una serpiente le explica a la mujer que si ella quiere ese pequeño tigre puede ser su hijo, incluso metamorfoseado en niño. Ella, sin duda, así lo anhela. Juan Darién pasa de ser un cachorro de tigre huérfano a un niño tímido, no muy inteligente, con un pelo áspero, un niño amoroso con su madre, lo cual le genera reproche por parte de los habitantes del pueblo porque ser generoso, atento y estudioso está mal visto por los lugareños. A los diez años de Juan Darién la madre muere y a partir de ahí la orfandad es su signo. Intemperie doble; primero como tigre, ahora como niño. Ahora trabajosamente se vale por sí solo, pero en un acto escolar en el que se le llama a participar por ser un estudiante aplicado falla y el inspector que ha ido a esa escuela sospecha de que el niño escogido es un disfraz de una bestia. No se sabe las razones pero el inspector lo intuye. Por algunos artilugios el inspector concluye que Juan Darién es en realidad un tigre y siendo así su suerte está echada: debe morir. A partir de ese estigma los demás niños y personas comienzan a rechazarlo abiertamente, hasta el punto de golpearlo y aprobar que un domador lo encierre en una jaula, desnudo, esperando que confiese su secreto de ser tigre, que muestre sus rayas. La violencia contra él sigue creciendo hasta que lo queman con fuegos artificiales esperando que se convierta en tigre. Su pobre cuerpo magullado, un cadáver para otros, es dejado en el bosque, pero Juan Darién no ha muerto. Ha vuelto a ser tigre pero conserva la memoria, el lenguaje y la habilidad de sus manos. Su sufrimiento es contado a los demás tigres del lugar y declaran la guerra a los humanos, una venganza que empezará por el domador que será quemado en un árbol. Juan Darién vuelve a su origen, pero va al cementerio a despedirse de su madre humana, a rendirle emotivas palabras de amor y agradecimiento a pesar que ya ha decidido ser tigre, y para siempre.       

La vida de Juan Darién ilustra de manera más efectiva la relación conflictiva no solo entre humanos y animales sino el nudo belicoso que opera dentro de la misma naturaleza humana: la ida y vuelta de animalidad y humanidad.  El paso de cachorro a niño por parte de Juan Darién también se puede entender a la luz de las ideas humanísticas que apuntaban a suprimir o superar cualquier vestigio de salvajismo para volver verdaderamente humanos a los humanos, tornarlos seres civilizados. El filósofo y poeta Friedrich Schiller (1759-1805) es uno de los portavoces de esas ideas humanísticas especialmente en su obra Cartas sobre las educación estética del hombre (1795), allí Schiller esboza la teoría que el arte es la vía para humanizar al hombre. Constata que “los instintos brutales y anárquicos” caracterizan “las clases ignorantes” mientras que “las clases civilizadas” presentan el aspecto aún más repugnante, de la debilidad, que es lo que más subleva, causado por la cultura. Se pregunta entonces: ¿De dónde debe venir este cambio, si el Estado es corrupto y las masas degeneradas? Y da con esta respuesta: “Sólo puede venir mediante el gran arte” (Schiller, 1990, Carta IX, p.169). En otras palabras, el rechazo a la animalidad por ser una naturaleza carente tiene vieja data, una herencia que se refleja en el cuento Juan Darién hasta sus más vertiginosas consecuencias. Esta definición del animal en tanto carente vendría a ocultar, señala Giorgio Agamben una falta originaria del hombre, el faltarse a sí mismo, su irremediable ausencia de dignitas. Agamben no niega aquello que distingue a los hombres de los otros animales para formar un gran conjunto homogéneo y continuo, sino de tener en cuenta que existe, tal como han mostrado las investigaciones zoológicas en todas sus áreas de conocimiento, una multiplicidad de límites y de estructuras heterogéneas. Va más allá de la simplificación del problema al cual ha estado habituado el pensamiento occidental: humano es todo aquello que no es animal, y viceversa. Una concepción que ha devenido en la formación de una jerarquía que permite explotar a los animales no humanos o los humanos que no nieguen su naturaleza salvaje. Juan Darién es la dramatización de ese más que pensamiento prejuicio: debe ser sacrificado por tener pasado de tigre aunque su apariencia y actitud sea más civilizada que sus detractores.

Estos relatos de Quiroga vieron luz a principio del siglo XX, tiempo en que la filosofía cuestionaba la denominada metafísica de la subjetividad, asociados hoy por la crítica posthumanista a la lectura heideggereana de las conceptualizaciones del sujeto y de la subjetividad formuladas por el pensamiento moderno. Agamben es un hijo de esa línea poshumanista pero de principio del siglo XXI y reitera que esa concepción ejemplificada por Quiroga un siglo antes  sobre el animal sigue en pie. La separación y el conflicto es una constante en los cuentos de Quiroga, el vaivén entre estas doble naturaleza que conforma lo humano. Puede que comulgue con la superioridad del hombre pero a la par el hombre queda muy mal parado desde la perspectiva animal: lo baja del pedestal, le subraya su decadencia desde el ojo de una fiera salvaje. La patria y Juan Darién son ejemplos de cuestionamiento de la razón humana, El sueño también pero en menor medida. Si habría que elegir la esencia de los personajes Quirogueanos esta representación sería la teriomorfa. Un ser híbrido que de la mano con las hipótesis de Agamben problematiza las nociones que sostienen el andamiaje teórico del humanismo.


El Teriomorfismo es el nombre que se le aplica a las transformaciones de un ser humano a animal, ya sea de manera completa o parcial. Un tránsito común en ámbitos mitológicos y espirituales, pero que en propuestas literarias como la de Quiroga especialmente en los cuentos estudiados se hace presente. Una entidad que no desagradaría al propio Agamben pues el pensador italiano en su idea de gestionar la animalidad del hombre para que no quede como un objeto de dominio aspira no solo a superar la Biopolítica sino que casualmente coincide con las profecías bíblicas de retornar al tiempo primigenio donde no existe la dualidad hombre-animal. Filósofo y escritor trabajan en esa zona intermedia, difusa, porosa, maleable proponiendo cada uno a su modo que lo que han insistido en hacer ver como dos naturalezas separadas es anverso y reverso de una misma realidad. Es una ida y vuelta, vaivén que se complementa.       

Bibliografía

Agamben (2006) Lo abierto: el hombre y el animal, Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Aristóteles (1996) Investigaciones sobre animales, Barcelona: Círculo de lectores.
Arranz, M. (2005) Lo abierto. El hombre y el animal de Giorgio Agamben, Letras libres, recuperado de: http://www.letraslibres.com/revista/libros/lo-abierto-el-hombre-y-el-animal-de-giorgio-agamben 
Foucault, M. (2005) Derecho de muerte y poder sobre vida, en La voluntad de saber. Historia de la sexualidad I, Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M. (1976) Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.
Garrido, M. (1999) Apunte para la historia de nuestra visión moral de los animales, Dialnet, recuperado de: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4254811
Heidegger, M. (2007) Conceptos fundamentales de metafísica. Mundo, finitud y soledad, Madrid: Alianza Editorial.
Nietzsche, F. (2008) Así hablaba Zaratustra, Madrid: EDAF
Quiroga, H. (s/f) Cuentos Completos, Vol. I, Montevideo: De La Plata.
Schiller, F. (1990) Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre (edición
bilingüe) Barcelona: Anthropos.
Santa Biblia (1954) Buenos Aires: Sociedades bíblicas unidas.
Testa, P.M. (2013) Deleuze, Derrida, Agamben: la frontera en el binomio animal / humano.  Archivo de la frontera. Recuperado de:  http://www.archivodelafrontera.com/wp-content/uploads/2013/12/Deleuze-Derrida-y-Agamben.pdf
Valderrama Pino, J.P. (2014) Rostro abierto, Espirales, revista estudiantil de filosofía, recuperado de: http://ojs.udc.edu.co/index.php/espirales/article/view/654

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