Nos
podemos acercar a la esencia de la propuesta artística y al centro de la vida
de Armando Reverón a través de sus
propias palabras “La luz, ¡qué cosa tan seria la luz! ¿Cómo podemos
conquistarla? Yo lo he intentado. Y ésa ha sido mi lucha” (2004, p. 151). Un camino que se inicia en 1918 cuando se
instala en la Guaira, frente al mar, bajo el sol tropical, siguiendo los consejos de su amigo pintor Nicolás Ferdinandov y llevándolos a
otras alturas: conseguir un techo en tierra aislada, buscar la compañía de una
lugareña y olvidarse de la civilización. A esta trinidad que abre el camino ideal
para el creador –según el pintor de origen ruso- hay que agregar tener siempre
La Biblia y el Don Quijote. Todo por atrapar la luz en la tela y comprobar que
era una realidad material, el centro del universo visual y cromático.
Sus
pinturas son testimonio de una luz particular, de un fenómeno impalpable que en
el lienzo se afirma con tonalidades hermanas y texturas en distintos grados. Su
obra es la experiencia de la luz del trópico sobre las cosas, cuya luminosidad
particular anula los colores, los compendia
y mezcla en un tono único que Reverón
supo capturar y que le daría relieve como artista, una voz distintiva. Pero no
sólo sus dones se restringían al lenguaje plástico del lienzo, su vida fue una
comunión inédita con el arte y el proceso para llevarlo a cabo otro vaso
comunicante con su oficio, es decir, con su pintura, su cotidianidad.
Más
allá del reconocimiento merecido por sus logros en el ámbito del lenguaje
formal y pictórico lo que rodeaba ese producto merece atención. La teatralidad
para esta autor no tenía fronteras y su
ritualidad antes de pintar alcanza un significado emparentado con su producto
artístico. Su proceso pone de manifiesto el compromiso de Reverón no sólo con
la tela a la cual daba vida sino con su más directa cotidianidad. La
imaginación triunfa sobre el hábito y la costumbre por lo que su obra alcanza
también su forma de trabajo, el proceso de creación.
El
rango estético de su propuesta sobrepasa las pinturas y alcanza la preparación
del ambiente y del artista antes de ejecutarlas. Concibe el cuerpo bajo una división;
la parte superior, de la cintura hacía arriba, la parte noble, el espíritu, su contrapartida, la otra mitad del cuerpo
donde se halla la naturaleza instintiva,
animal. Esa concepción serviría de resorte al momento de pintar, un tiempo
donde se respira rito, acción corporal, Perfomance.
En
su obra no debían existir impurezas sino conexión con la parte noble, por ello al
momento de pintar se amarraba fuertemente la cintura con un mecate para aislar
claramente su zona instintiva. Tapaba
sus conductos auditivos para mayor concentración y se acostaba boca arriba con
las piernas encogidas y las manos por debajo de la cabeza en señal de invocación.
Una preparación que, en caso de tener
poca voluntad de acción, también incluía frotar sus brazos con una tela burda
hasta producirle malestar o de amarrarse dos libros como amuletos, el Quijote a
la cintura a la altura del vientre y la Biblia colgando a la altura de los
riñones para modificar su conducta y su naturaleza.
Su
forma de trabajar no rehusó la esencia del arte al desarrollar un lenguaje y
expresividad corporal que fue más allá de la forma tradicional de ejecutar una
pintura. Obedeció al concepto y a las efusiones del corazón, se subordinó a los
saltos de la imaginación encarnando y representando una realidad. La distancia
entre producto artístico y artista se acortó de una manera nunca antes vista en
pintor venezolano y mucho antes que lo proclamara y defendiera John Cage en su
primer evento (1952) o movimientos como
el Hapenning o Fluxus en la década de los sesenta quienes a su manera buscaban
hermanar el producto artístico y la vida cotidiana. Ser uno. Vivir en arte,
irrumpir la realidad diaria. Tres décadas antes, en el castillete, frente al
mar y bajo la luz tropical Reverón lo colocaba en práctica y respondía de la
siguiente manera “Me preguntan por qué estoy aquí. Y yo respondo: Por mis
compromisos con la luz”.
Calzadilla,
Juan (2004) Reverón, voces y demonios.
Caracas: Monte Ávila editores.
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