“No
creo en las bellezas que se van revelando poco a poco, a poco que nos las
inventemos; sólo me importan las apariciones. Ésta me puso al instante
pensamientos abominables en la sangre. Decir que era un bocado soberbio es
poco. Era alta y blanca, era leche. Era algo amplio y copioso como las huríes
en la Alturas; anchuroso, pero estrangulado, con la cintura apretada; si los
animales tienen una mirada que no desmiente sus cuerpos, era un animal; si las
reinas tienen una forma propia de llevar erguida en la columna del cuello una
cabeza plena pero dura, clemente pero fatal, era la reina. Aquel rostro regio
iba desnudo como un vientre; y, en él, esos ojos muy claros que tienen,
milagrosamente, las morenas de piel blanca, esa índole rubia secreta bajo el pelo
de ala de cuervo, ese enigma que nada, si por azar posees a esas mujeres, ni
los vestidos remangados ni los gritos, resuelve. Tenía entre treinta y cuarenta
años. Todo en ella era conocimiento del placer, ese mismo, desde luego, en que
suele pensarse, pero también ese otro que dispensaba a todos, a sí misma y a
nada cuando estaba sola y dejaba de verse, sólo con apoyar las yemas de los
dedos, volviendo un poco la cabeza, y entonces los discos de oro que llevaba en
las orejas le tocaban la mejilla, mientras te miraba o miraba hacia otro lado,
y aquel placer era agudo como una herida; lo sabia; lo llevaba con valor y con
pasión. Bien está, no es posible hablar de ello; no, no es nada nacido de la
arcilla: es como un latido furioso de miles de alas, en tempestad, y, no
obstante, no existe materia más plana, más grávida, más ensartada en su peso”.
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