Por
Carolina Lozada.-
Cuando
uno escribe sobre la neblina corre el riesgo de ser tapiado y silenciado por
ella. Jairo, Luis y yo hemos conversado acerca de los peligros que esto
implica. Nos hemos detenido a detallar cómo la sensiblería bucólica está atenta
para tragarse a los poetas y escribientes con sus formas de encantamientos y
arcoíris. Los tres hemos entrevisto cadáveres de poetas asomados desde la
bruma, meurtos de cursilería súbita. Esto no quiere decir que estemos en contra
de los tratamientos bucólicos, pero sí de los poemas tipo postal para ofrecer a
turistas. A pesar del peligro que implica ascender las empinadas montañas y
escribir desde ellas y sobre ellas, Jairo Rojas asumió el reto y cual Homero
Simpson se valió de su bomba de oxígeno para comenzar el ascenso. Antes de
subir le pidió permiso a la montaña, la trató de usted, con el respeto que
merece su callada majestad. El ascenso fue aletargado, y como bien dice el
propio poeta: “hasta dios hubiera llegado cansado”.
En
el ascenso dejó el aliento adherido en esos caminos viejos y pacientes,
subiendo se sintió pequeño y demasiado mortal, como debe ser. Y una vez en la
cima de esos paisajes escarpados del sur merideño, hecho de agua, humo y
viento, vio rodar las vocales que escribía y sólo logró salvar a la perfecta y
redonda O azul.
En
la O azul, el poeta se asoma a las casas con paredes manchadas de tiempo, desde
sus rendijas ve a las viejas trajinando en las cocinas de leña, afanando sobre
la masa de trigo. Acompañado por el viento se adentra a esa casa que lo recibe
con una pequeña urna en la entrada y observa los ritos ancestrales en torno a
la muerte. Ve el rostro maternal, todo él envuelto en luto, el rostro arrugado
velando al niño muerto, el niño-ángel metido en una caja, puesto sobre la mesa.
A la madre, a la nona le ve nacer el dolor en cada respiración.
A
pesar de la altura y el sonido del viento, el poeta no se deja encantar por la
fuerza de lo fluvial y etéreo, él prefiere afincar los pies sobre la tierra y
para no ser arrancado por la fuerza de los elementos, amarra su cuerpo a esa
casa rodeada de árboles y voces afantasmadas, ata su cuerpo a esa casa que
recibe con una urna en la entrada. Esta es su manera de esquivar las trampas de
lo místico y etéreo. Sin levantar los pies del suelo logra mostrar la dureza de
la altura, el desamparo del frío, el encanto siniestro del paisaje escarpado. Desde
la O azul leemos belleza y dolor.
Al
terminar la lectura del poemario no me quedé con la estampa turística de la
casita en la alta montaña, di las gracias, y me dije: Jairo hizo bien la tarea.
Me quedé con los rostros de quienes habitan esas casas de paredes rajadas, me
quedé con la imagen de los pañuelos coloridos, cargados de siglos, de las
mujeres campesinas, me quedé con el misterio de los ritos ancestrales de ramas
y orines. A su paso, la neblina huidiza no me asomó la cabeza de un poeta
vencido por las formulas fáciles y optimistas de lo sublime; al contrario, la
neblina me mostró la imagen de un poeta afincado a sus raíces, acompañado de
sus afectos y dolores.
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