Por
Luis Moreno Villamediana.-
Este
primer libro publicado de Jairo Rojas es, en cierta forma, una lectura
contaminada de Rimbaud. El título, La O
azul, podría hacer pensar que es una alusión al soneto “Vocales”, donde se
hace la descripción de esas letras a partir de la sinestesia; allí, a la O le
corresponde ser el “supremo Clarín lleno de extrañas estridencias”. Aunque el
libro de Rojas contiene, ciertamente, una revisión del ritmo verbal (que a
veces se muestra perturbador, como si rehusara acomodarse a la idea de belleza
previsible), creo que la referencia al poeta francés se vincula con la visión
retrospectiva que se halla en Una
temporada en el infierno. En la parte llamada “Delirios II”, en la
legendaria sección “Alquimia del verbo”, Rimbaud recapitula la historia de su
anterior locura; dice: “yo creía en todos los encantamientos”, y pasa a
confesar que él inventó los colores de las vocales: “A negra, E blanca, I roja,
O azul, U verde”. Lo que se lee en esas páginas es una especie de rectificación
del pasado, desde una postura algo utópica, desencantada y un poco altanera,
con rasgos de los personal y soñado. Como ese libro, pero sin las llamas ilusorias
de la mala sangre, los textos de Rojas Rojas son en cierto modo un recuento
autobiográfico, transformado por los símbolos, el lenguaje, el paisaje que no
es simple viñeta, el desvarío dosificado, incluso la ternura. Desde el comienzo
tenemos algunas claves de lectura: de los cuatro epígrafes del volumen, tres
son la manifestación de un pronombre evidente: “Y soy el nombre nuevo de un
linaje muy antiguo”, dice Lucienne Silberg; “Yo creía en todos los
encantamientos”, dice Rimbaud; “[Yo] oigo que éramos/un brote del cielo”, dice
Paul Celan. Con esa revelación, lo que encontramos en esas páginas adquiere la
estructura de un relato familiar que se ramifica sin solemnidad hasta incluir
la experiencia comunitaria, sobre la base de una voz capaz de incluir
personajes y época que los antecedieron. En eso consiste su originalidad: en su apego al origen –por borroso o febril que sea.
La primera
foto del libro resume igualmente La O
azul: un muñeco sonríe con los brazos abiertos sobre un montículo de
piedras; al fondo, las montañas, y un enorme vacío. Cerca del filo y la caída,
parece decirnos, es posible convivir con el drama de la muerte un poco
asordinado, o al menos deshecho a media de su carga sensible. Aunque los ritos fúnebres
se describen en varios lugares del libro, y aunque el poeta sienta nostalgia
por esa Piedra y lo hiera el recuerdo de su extinción, los textos parecen
admitir la posibilidad de una realidad fantasmática, donde es posible un
acuerdo entre sobrevivientes y difuntos. Tal vez esa creencia siquiera parcial
nos remita a una novela como Pedro Páramo,
es verdad, pero leída en estado alucinatorio. Eso significa un trabajo
continuado con la sintaxis del poema, que se resiste a la mera exposición para
mostrarnos de frente los desequilibrios. Los retratos y escenas que resultan de
semejantes composición pueden escabullirse como sombras, pero dejan la fuerte impresión de los
aparecidos, desnudos de la cubierta legendaria del realismo mágico, más bien
duros (no crueles), y afilados como el páramo. Una de sus virtudes está en
negarse a transformar esas estampas en tarjeta postal.
Hay mucho
de ironía en la figura de ese muñeco alborozado. En él no hay burla ni alegría,
quizá. Su cuerpo concentra el misterio de lo que está fuera de lugar o
sorprendido por su ubicuidad: no es imposible que la próxima vez que lo veamos
esté en la playa, como si fuera el gnomo de Amélie.
De todas maneras, quienes vemos su retrato nos damos cuenta de que ha aceptado
ese espacio como una variación de su desconocido nacimiento. El libro de Jairo
Rojas Rojas también nos da la impresión de saber de dónde viene (como se
adivina en los epígrafes y en la estructura de los textos), pero no teme ser
malinterpretado, como lo hace la contraportada —que, sin explicaciones, lo
llama “inmensamente venezolano”. A lo mejor lo es: muy venezolano, muy andino. Sin
embargo, el elemento extranjero también cuenta como propio, y se da el gusto de
sugerir el infierno de Rimbaud, el holocausto de Celan y la locura de Silberg
como reversos potenciales. Lo importante es leer La o azul con la conciencia de
su multiplicidad, de sus trazos luctuosos y simultáneamente festivos, pues sabe
que no hay evento que no tenga cara y sello, familia viva y espectral, entierro
y bautizo, decepción y encantamiento.
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