Iro
Zau Lunar es
el niño que mira por años la lluvia
y la dice en el idioma del viento entre una sílaba y otra
de su nombre;
su pequeño cuerpo constelado
no puede dejar de escribir en la piel de la laguna
que no olvida sus muertos
y que dictó el códice a su abuelo la centella
que enciende toda la música
(rara)
Sus primeras palabras, según su madre
sentada en mitad de la laguna, fue
“a los la descubrí 24
años poesía”.
Dos años después de su primera
muerte
que no sería el único nacimiento,
en una ciudad sin mar (sin futuro)
que luego le recordaría constantemente
la época de cariño y abundancia.
Iro Zau Lunar es el sol alógeno rodeado
de ángeles
en el halo de las montañas
que no reniegan de su peregrinación
y es esa inquietud que hace cantar delirantemente
a sus
padres
a la sombra de un frailejón (algo preocupados).
Su padre estuvo orgulloso de su bobera
porque descubrió que su mitad hecha
de viento
no servía para nada que no fuera un
mundo /
Su madre le regalaba más estrellas
cuando estaba más sola, más triste,
más asombrada de un mundo que al final
no le importaba.
Iro Zau Lunar es el grito de aquella
esquina (más sucia)
y la alegría de la lluvia cuando cae para volver a subir,
su respiración agitada provoca
cataclismos
en una constelación olvidada,
entendiendo que la violencia es para reescribir
libros milenarios con la sangre de las sombras
no
para su pecho que se abre
cual constelación de estrellas
nacientes,
como si fuera el último día,
no para aquel que siente las bruscas
fuerzas del mundo
y sólo
bal―bu―cea.
(Todo tiene un orden secreto).
(Ha de enseñar eso), (le guste o no).
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