Laguna de Mucubají. Estado Mérida. |
Cuando leo el libro Dioses en exilio (2003, Mérida:
Ediciones del vicerrectorado académico, ULA) de Jacqueline Clarac de Briceño también escucho la voz de mi nona
quien habla de lo que es su horizonte: las montañas, pero, sobre todo, lo que
acontece en el vasto silencio donde ellas se mueven, aquello que disimula la
neblina, los espectáculos destinado a los ojos de los páramos. Este libro es una
obra que está al servicio de la historia local, pero también de la mitología; la
autora se apoya en la mirada Etnográfica para recuperar terrenos olvidados,
ámbitos donde yacen las raíces del hombre andino venezolano. Son páginas con
una clara vocación de rescate de las representaciones y prácticas simbólicas
del campesino merideño, es decir, de su cosmovisión y del eco que alcanza nuestros
días.
Recuerdo a mi nona, pero también
evoco los relatos contados por mis padres, su forma heredada de explicar los
fenómenos naturales o corporales. Y es que la autora ha construido esta obra a
partir de un esquema que sigue la siguiente dirección: Representación del hombre y de la mujer, del niño, la familia y el
parentesco; representación del cuerpo humano, de las enfermedades y la salud,
de la vida y la muerte; representación del trabajo, de la tierra, de la
comunidad, de la región, del país; representación del espacio físico, social,
cósmico; representaciones míticas y las prácticas simbólicas en relación con
esas representaciones. Con ello abarca una cosmovisión y rememoro la mirada
de mis ancestros. La información traída del campo a las páginas se emparenta
con mis recuerdos, con voces familiares.
El libro de Clarac camina bajo un
movimiento pendular: la historia y la mitología, aunque los mitos son
subrayados y tienen más relieves. Pero de eso se trata la visita al pasado, dar
vuelta y retornar al punto de inicio, a la mirada indígena prehispánica que lo
explica todo bajo un vínculo mágico-religioso y su continua transformación con
el devenir del tiempo, pero, aún más, por la efectiva occidentalización de la
sociedad. El título, por tanto, es totalmente acertado: dioses indígenas
exiliados en sus propias tierras. Sin embargo, son mitos que se negaron a
desaparecer del todo y que aún hoy suenan, con la voz de la discreción y la
timidez. Evidencia de un cruce de culturas: la española, la indígena y la
africana, tres almas en un mismo cuerpo, tres frecuencias entrelazadas que
emergen en parte de nuestra idiosincrancia.
Aunque la autora se basa en un
análisis estructural de los mitos compartidos por parte de la colectividad
merideña no los elogia ni derrama sobre ellos la sombra del prejuicio, los
presenta y los describe, intenta desentenderse de los “hábitos mentales” tan
propios de la cultura occidental y mirar con otros ojos. Un mundo quizás
fantástico a primera vista, pero es natural encontrar concepciones de la gente
de la montaña donde lo “fantástico” y referencial se funden sin mayor
dificultad. Por eso recuerdo a mi nona y a mis padres quienes ven en las
lagunas seres vivos con su idioma particular, en las plantas y ciertas piedras
interlocutores para sus conversas o peticiones, la duda en la medicina
occidental, pero la fe en las hierbas y plantas medicinales o prácticas
curativas que alcanzan un mundo ancestral. No hay división, el mundo espiritual
alcanza la más prosaica realidad. Si bien el libro recoge datos de un momento
histórico: la década de los setenta en ciertos sectores campesinos de Mérida es
información o enseñanzas que aún se manejan, a pesar de su creciente pérdida. Nuestra
identidad como grupo social viene, en parte, de ahí, sus creencias aún se
nombran y se extraen de ese mundo paralelo, anclado en un tiempo pasado, que
camina junto a una sociedad más.
La autora no sólo apuntó una
información de una década en particular y de un colectivo específico sino que
reflejó en sus páginas una forma de ser única dentro del vasto y heterogéneo
territorio venezolano. Combina los dones de la investigación sistematizada con
las virtudes de los símbolos en un solo cuerpo escrito. En fin, es un libro
para entendernos como merideños y para recordar nuestra identidad tan peculiar
y, en mi caso, para conmemorar la voz de mi nona que también habla así:
“Hace
mucho tiempo había, en el sitio donde ahora se encuentra la laguna, una casa.
Una noche de gran tempestad llegó a esa casa una pareja de viejitos, para pedir
posada. Llevaban dos taparitas que chillaban como pollitos.
La
gente de la casa les dijo que podían dormir en la parte de atrás. Pero como las
taparitas chillaban mucho, los amos de la casa se pusieron bravos y preguntaron
a los viejitos que qué había en ellos. Como no querían contestar se les dio la
orden de irse, pero dijeron que no se iban pues en realidad todo aquello les
pertenecía.
Cuando
la gente de la casa despertó al día siguiente vieron como había un pocito cerca
de la casa. Al otro día este pozo había crecido. Creció tanto que terminó por
inundar toda la región, y se ahogaron todos los hombres y animales.
Sólo
quedaron la laguna y los viejitos que vivían en el fondo de ella, de donde
ellos salían para enseñar cosas a los hombres: Arco les enseñó la Agricultura,
y Arca la medicina. Arca también enseñó a las mujeres la alfarería, que no debe
tener colores”
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