En
aquel tiempo, por un extraño e insistente padecimiento en mi piel, iba todos
los jueves al hospital de la ciudad. La ruta que unía mi casa con el centro de
salud tenía más de una hora de viaje y ocupó todos los jueves de un par de
meses. Por ser un ente público, la cita con el dermatólogo implicaba dormir
menos de lo acostumbrado, madrugar y con chaqueta negra, bufanda y restos de
sueño pegado a los ojos ir a esperar como un número el ansiado llamado que curaría
mi malestar. Pero en uno de aquellos jueves al llegar al hospital me sorprendió
ver una serie de imágenes artísticas dispuestas en una de las paredes ubicadas
justo al frente de la entrada. Era curioso que el curador de aquella presentación
visual eligiera un sitio que disponía de asientos para esperar y, ahora,
paralelamente, para ejercer el extraño y olvidado gesto de la contemplación, en
una zona de tránsito y agitado movimiento de personas cuyos móviles, en muchos
casos, posiblemente fueran la angustia y el estrés.
Me
sorprendió, pero también reconocí que se trataba de la Colección Presidencial
Gráficas Venezolanas, una propuesta expositiva fija que recogía diversos e
impares artistas del país para divulgar sus obras a través de reproducciones en
ambientes tan insólitos como concurridos. Una forma de recordar la vigente “Teoría
de las ventanas rotas” y también de llamar la atención del público no
especializado avisándole de las heterogéneas propuestas de nuestros artistas
plásticos.
El
primer lugar donde vi la muestra fue en la Biblioteca Pública Simón Bolívar y
en ella descubrí la maravillosa obra de Jonidel
Mendoza. En el hospital, luego de que me apuntaran en el grueso cuaderno de
gente enferma, recibiera mi respectivo número y me sentara a esperar descubrí
una pintura que, en medio de gente vestida de blanco, gente llorando y personas
corriendo, miré por largo rato. Era la obra de Gerardo Avendaño: Boda
pueblerina (2007). Dos consecuencias aparecieron aquel día, primeramente
que el hecho de haber pasado un tiempo considerable en aquel recinto
desembocaría en un texto que intentaba reflejar esa experiencia y del cual sólo
quedaron unas breves líneas:
La figura de este banco
se adaptó a la postura de la
desesperación
ha visto el sonido de las
lágrimas
que son tan estremecedoras
antes de estrellarse
en ese suelo que nos espera.
Esta banca desteñida sabe lo
que es pedir
usar las palabras justas frente al aviso:
“Silencio. Sala de espera”.
Por
otro lado, nació una vuelta y revisión de la imagen que me había llamado la
atención. Con esta obra recordé aquel postulado de la Teoría de la percepción
defendida por Ernest Gombrich donde explicaba que cualquier tipo de
representación por más que se inclinara a la mimesis de la realidad era una
aproximación a lo visto, nunca un calco fiel debido a la complejidad y
diversidad de aristas de los referentes físicos. Por tanto, la pintura no sólo
obedecía al impulso de la vista, sino, y aún más, al conocimiento. Se pinta lo
que se conoce, las ideas que la tradición nos ha hecho ver sobre el mundo y
esto es una manera de acercarse a la realidad.
En Boda pueblerina las formas a las que
alude tienen que ver con la posición espiritual del autor y no sólo con el
hecho de ver. La visión y registro de la realidad física se amalgama con el
conocimiento de ésta para generar una exploración plástica. Los colores y
valores formales en su totalidad, por tanto, generan un clima recurrente en
obras populares o del arte outsider,
pero es una subjetividad que agrega una nueva arista de la realidad visual.
Boda pueblerina es un trabajo que hermana dos mundos, el del autor y el
referencial. Dos caminos que se entrecruzan, la visión individual puesta en
trazos y colores que señalan un pueblo con habitantes muy semejantes entre si y
la exhibición de una cultura específica, su idiosincrasia, con elementos,
quizás, valorados en conjunto: la iglesia, el restaurant, la posada, el taxi y
el comercio.
Si
bien no reconocía con exactitud el lugar al que se refería el autor era
evidente que formaba parte del tejido social venezolano, algunos de sus signos
recurrentes. Bastaba que saliera al centro del pueblo donde vivo para encontrar
los mismos relieves: montañas, posadas, iglesias, taxis y comercio. Incluso la
tendencia a cierta uniformidad de sus habitantes en sus acentos, gestos y
vestimentas. Sin embargo, había un elemento dentro del cuadro que si bien tenía
un referente conocido su forma representada era maravillosa y distintiva y,
también, como en la “vida real” me provocaba simpatía: el perro negro que
parece estar más vivo que los demás personajes.
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