lunes, 12 de enero de 2015

Gerardo Avendaño y su boda pueblerina



En aquel tiempo, por un extraño e insistente padecimiento en mi piel, iba todos los jueves al hospital de la ciudad. La ruta que unía mi casa con el centro de salud tenía más de una hora de viaje y ocupó todos los jueves de un par de meses. Por ser un ente público, la cita con el dermatólogo implicaba dormir menos de lo acostumbrado, madrugar y con chaqueta negra, bufanda y restos de sueño pegado a los ojos ir a esperar como un número el ansiado llamado que curaría mi malestar. Pero en uno de aquellos jueves al llegar al hospital me sorprendió ver una serie de imágenes artísticas dispuestas en una de las paredes ubicadas justo al frente de la entrada. Era curioso que el curador de aquella presentación visual eligiera un sitio que disponía de asientos para esperar y, ahora, paralelamente, para ejercer el extraño y olvidado gesto de la contemplación, en una zona de tránsito y agitado movimiento de personas cuyos móviles, en muchos casos, posiblemente fueran la angustia y el estrés.   

Me sorprendió, pero también reconocí que se trataba de la Colección Presidencial Gráficas Venezolanas, una propuesta expositiva fija que recogía diversos e impares artistas del país para divulgar sus obras a través de reproducciones en ambientes tan insólitos como concurridos. Una forma de recordar la vigente “Teoría de las ventanas rotas” y también de llamar la atención del público no especializado avisándole de las heterogéneas propuestas de nuestros artistas plásticos.  

El primer lugar donde vi la muestra fue en la Biblioteca Pública Simón Bolívar y en ella descubrí la maravillosa obra de Jonidel Mendoza. En el hospital, luego de que me apuntaran en el grueso cuaderno de gente enferma, recibiera mi respectivo número y me sentara a esperar descubrí una pintura que, en medio de gente vestida de blanco, gente llorando y personas corriendo, miré por largo rato. Era la obra de Gerardo Avendaño: Boda pueblerina (2007). Dos consecuencias aparecieron aquel día, primeramente que el hecho de haber pasado un tiempo considerable en aquel recinto desembocaría en un texto que intentaba reflejar esa experiencia y del cual sólo quedaron unas breves líneas:
La figura de este banco
se adaptó a la postura de la desesperación
ha visto el sonido de las lágrimas
que son tan estremecedoras antes de estrellarse
en ese suelo que nos espera.
Esta banca desteñida sabe lo que es pedir
usar las palabras justas  frente al aviso:
“Silencio. Sala de espera”.

Por otro lado, nació una vuelta y revisión de la imagen que me había llamado la atención. Con esta obra recordé aquel postulado de la Teoría de la percepción defendida por Ernest Gombrich donde explicaba que cualquier tipo de representación por más que se inclinara a la mimesis de la realidad era una aproximación a lo visto, nunca un calco fiel debido a la complejidad y diversidad de aristas de los referentes físicos. Por tanto, la pintura no sólo obedecía al impulso de la vista, sino, y aún más, al conocimiento. Se pinta lo que se conoce, las ideas que la tradición nos ha hecho ver sobre el mundo y esto es una manera de acercarse a la realidad.

En Boda pueblerina las formas a las que alude tienen que ver con la posición espiritual del autor y no sólo con el hecho de ver. La visión y registro de la realidad física se amalgama con el conocimiento de ésta para generar una exploración plástica. Los colores y valores formales en su totalidad, por tanto, generan un clima recurrente en obras populares o del arte outsider, pero es una subjetividad que agrega una nueva arista de la realidad visual. Boda pueblerina es un trabajo que hermana dos mundos, el del autor y el referencial. Dos caminos que se entrecruzan, la visión individual puesta en trazos y colores que señalan un pueblo con habitantes muy semejantes entre si y la exhibición de una cultura específica, su idiosincrasia, con elementos, quizás, valorados en conjunto: la iglesia, el restaurant, la posada, el taxi y el comercio.


Si bien no reconocía con exactitud el lugar al que se refería el autor era evidente que formaba parte del tejido social venezolano, algunos de sus signos recurrentes. Bastaba que saliera al centro del pueblo donde vivo para encontrar los mismos relieves: montañas, posadas, iglesias, taxis y comercio. Incluso la tendencia a cierta uniformidad de sus habitantes en sus acentos, gestos y vestimentas. Sin embargo, había un elemento dentro del cuadro que si bien tenía un referente conocido su forma representada era maravillosa y distintiva y, también, como en la “vida real” me provocaba simpatía: el perro negro que parece estar más vivo que los demás personajes. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario