domingo, 15 de febrero de 2015

El Cristo de Wilde


Uno de mis nacimientos ocurrió a los 22 años. Como todos los inicios estuvo presente el drama y la lección de morir para retoñar, el llanto de dejar un viejo mundo cimentado por la costumbre y apoyado en el apego. El miedo y la incertidumbre fueron las primeras emociones frente al cambio y a ese mundo inédito que aparecía en mi vida. Se venía una nueva etapa en mi camino y la crisis particular que ella arrastra. Pero ver la luz también significó vislumbrar el día que generaba la literatura. Desconocía para aquel entonces que los libros eran formas de vida con un sol por dentro. Lo nuevo también maravillaba.
Fue en esa época cuando leí mi primera novela El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Esta obra se tornó unas puertas abiertas a un mundo-otro tan maravilloso como adictivo. Su huella la considero como un antes y un después, era un iniciación y no lo sabía, era, repito, un nacimiento. De allí mi conducta lógica de buscar todo el legado de este autor y de conocer a sus semejantes. Esa fue la tarea autoimpuesta y placentera que me dirigía todas las tardes a la biblioteca pública Simón Bolívar. Fue el tiempo de Wilde y de sus particulares enseñanzas, de saber que había gente que apostaba todo por el imperio de la imaginación y llevaba el sacro matrimonio entre arte y vida hasta sus últimas consecuencias, a conciencia de las limitadísimas posibilidades de triunfo.
Puede que mi simpatía por Wilde suene exagerada, romántica, ingenua,  pero el momento donde aparece y cómo lo hace es material de mi historia y de lo único que uno se lleva: los recuerdos y afectos. Pero si su obra me impresionó su vida también correría con igual suerte, otra obra de arte, una encarnación de sus letras y ficciones. De esa biografía hay suficientes evidencias, pero siempre recuerdo con especial cariño aquella conmovedora carta escrita bajo el dolor que la cárcel le proporcionaba y que luego de su muerte sería una publicación llamada De profundis (1895).
Carta de largo aliento cuyos puntos cardinales son el dolor, el reproche, el arrepentimiento y la reflexión. Hojas reveladoras detrás de la figura pública que fue Wilde y la más humana de sus líneas. Hay muchos puntos sobresalientes de aquella epístola, pero por alguna arbitraria asociación siempre la recuerdo en época de Semana Santa. Wilde quería llegar a la respuesta de lo que vivía, la causa de su momento y la raíz de su padecer y se adentro en aquello que lo rodeaba y ahogaba: el dolor. Y en aquella hondura amarga anotaría una llamativa y curiosa teoría que tentativamente llamó: “Cristo como precursor del movimiento Romántico en la vida”. Con el título se puede vislumbrar la esencia de aquella postura.
Sus ojos de artista, su dolor, su soledad, su necesidad de consuelo y de respuesta lo llevaron a tantear en la oscuridad y a establecer un lazo para mi inédito entre Arte y Jesús y, a pesar de las distancias, bastante armónico y sugerente. En algún punto logra alcanzar respuesta en virtud de comprender aquella vida de Cristo, al entrar en su padecer y escuchar verdaderamente y con atención sus palabras. Quizás fue una iluminación momentánea, una revelación empujada por circunstancias tan hostiles, quizás no, pero lo cierto es que registró una mirada inusual sobre el cristianismo y su figura central desde la realidad artística, a través del prisma de la poesía.
Dejo acá algunos fragmentos de esos apuntes: 

“No sólo es la íntima relación que podemos descubrir entre la personalidad de Cristo y la perfección lo que constituye la verdadera diferencia existente entre arte clásico y romántico, y lo que hace aparecer a Cristo como el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la esencia de su naturaleza era la misma que la del artista; esto es, una imaginación intensísima, ardiente cual llama”.
“Cristo llevó a todas las esferas de las relaciones humanas esa imaginación que es todo el secreto de la creación artística. Comprendió la dolencia del leproso, las tinieblas del ciego, la cruel miseria de los que viven en el placer y la singular miseria de los ricos”
“En su Vida de Jesús –ese delicioso quinto evangelio, que podría llamarse el Evangelio, según santo Tomás, dice Renan que la obra suprema de Cristo, consiste en haber sabido conservar, aun después de muerto, el amor que había poseído en vida. Y verdad es que, si bien su puesto está entre los poetas, también hacia Él se dirige el cortejo de los amantes. Él reconoció que el amor es el secreto primordial del mundo, el secreto buscado por los sabios, y que únicamente por medio del amor es posible llegar hasta el corazón del leproso y los pies del Señor”
“Para el artista, la expresión es la única forma por la cual le es dado comprender la vida. Para él, lo que no habla está muerto. Más no así para Cristo. Con una imaginación maravillosamente vasta, que infunde el verdadero pavor, eligió para su reino el universo de lo inexpresado, el mundo silencioso del dolor, y quiso ser su eterno intérprete. Aquellos de quienes ya he hablado, que yacen callados bajo la opresión y “cuyo silencio sólo de Dios es oído”, los eligió por hermanos. Quiso llegar a ser el ojo del ciego, el oído del sordo y el grito de angustia brotado de los labios de quienes tienen la lengua trabada (…) Con las dotes artísticas de quien ve en el sufrimiento y el dolor las formas que han de permitirle realizar su concepción de la belleza, comprendió que una idea carece de valor hasta que se encarna y convierte en imagen, y por esto hizo de sí mismo la imagen del sufrimiento, y como tal ha impulsado y dominado el arte en un grado que jamás pudo conseguir una divinidad griega”.

“Como todos los poetas, amaba a los ignorantes, pues sabía que en el alma de un ignorante hay siempre espacio para una gran idea. Pero no podía resistir a los necios, en particular aquellos embrutecidos por la educación, o sea a esas gentes que tienen juicios dispuestos para todo, pero sin comprender ninguno: un tipo, éste, especialmente moderno, y que Cristo describe bajo la forma de aquel que tiene la llave de la sabiduría y no la sabe utilizar, ni permite que la utilicen los demás, a pesar de que esta llave sirva tal vez para abrir la puerta del reino de Dios”.       

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