sábado, 17 de diciembre de 2016

Giorgio Manganelli: Amore (un fragmento)

Edgar Ende

Estoy en el centro del bosque, y sé que el bosque me aprueba. Hojas, musgos, hongos hierbas, enormes troncos, gráciles arbustos han asistido a mi degollina, numerado mis heridas, comentado el color de mi sangre y apreciado la indudable dignidad de mis exequias.  Les ha impresionado favorablemente el dolor, delicadamente recitado, de mis escuderos. Catástrofe impecable, huida a muerte, ceremonia me han conferido el derecho a la fuga. Lugar solemne, amigo aunque no cómplice, cómplice aunque no correo, el bosque. Lo ilumina la fosforescencia de la decadencia; hojas enormes exhiben con graciosa soberbia la luminosa fiebre de la ciénaga. El bosque me aprueba; he perdido definitivamente la casa en la que sueñas, he escogido la muerte, la ignominia, la huida. He actuado sabiamente al perder todo futuro. El deshonor en mi blasón, y la muerte me sirve de intacta armadura.
El bosque hospitalario, honorable, noblemente teatral, ofrece, cual solaz de mi alma atormentada, entretenimiento de imágenes ilusorias. Un hombre a caballo persigue a una niña entre lágrimas, la captura, la corona, se arrodilla a sus pies, súbitamente, de un corte limpio la decapita, lacera, esparce y pisotea sus miembros, desesperadamente solloza por la reina perdida. Una muchacha que tiene una única cabeza y tres rostros se ofrece al caballero homicida, pero los tres rostros tienen una única boca, y garras en lugar de dientes; y esa boca sonríe. Dos sombras taciturnas se persiguen en círculo, y cuando se tocan se deshacen en légamo, sobre el que flotan muchos ojos, cada uno distinto al otro. Miles de cabezas decapitadas, sangrientas, se contienden el oro de una corona, se laceran con los dientes. Palacios de lluvia nacen, fluyen; el corazón me late, puesto que no distinta podría ser tu morada. Lloro, y mi llanto es la lluvia que conforta al bosque; el bosque aprecia mis lágrimas, que considera, no sin razón, un gesto de respeto. Avanzo hacia un palacio de agua, ecuóreas siluetas de animales silenciosos, fantasmas acaso humanos. Se disipa, reaparece, se desvanece, tal vez para su propia aflicción. El bosque me concede el avanzar.
(…)

¡Admirable mundo nocturno! ¿Habré recorrido las millas que sean necesarias para ser declarado exiliado, expatriado, paria? ¿Pero es que alguna vez he tenido alguna casa? Ningún diccionario recoge la palabra “patria”, nadie me ha rechazado, no conozco la denegación de una puerta, y sólo he saboreado el rechazo ambiguo y metamórfico del sueño; cerrojos de sopor han sido detenidos por manos no humanas. Lo sé, es irrazonable intentar el acceso a los sueños, pero no hay otro lugar en el que merezca la pena penetrar, un lugar del que no se quiera, no se desee ya huir. Un lugar terminal, una nocturna sede de llegada, algo que no sea ya un recorrido. Soy estólido y ambicioso. Soy alguien frágil y desinformado. ¡Cuántas leves deformidades forman mi cuerpo de hombre! ¿No lo ves? Uso signos exclamativos. No es imposible ─la noche está demasiado tupida─ que yo vista encajes, que sea la contrafigura de un caballero barroco, la copia del cadáver de mármol de un guerrero ─un hombre de verdad─ que relata la dignidad de su propia muerte en batalla, reclinado sobre un sarcófago respetuoso y atento ante cada una de sus palabras. ¿Seré acaso un náufrago? ¿Acaso un pirata ineficiente capturado en su primera, tímida tentativa de abordaje? No he visto jamás el mar, y dudo de que exista, tal vez sienta terror ante su existencia, puesto que ¿cómo podría, en ese caso, entre las innumerables naves reconocer la que te custodia? 

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