Edgar Ende |
Estoy en
el centro del bosque, y sé que el bosque me aprueba. Hojas, musgos, hongos
hierbas, enormes troncos, gráciles arbustos han asistido a mi degollina,
numerado mis heridas, comentado el color de mi sangre y apreciado la indudable
dignidad de mis exequias. Les ha
impresionado favorablemente el dolor, delicadamente recitado, de mis escuderos.
Catástrofe impecable, huida a muerte, ceremonia me han conferido el derecho a
la fuga. Lugar solemne, amigo aunque no cómplice, cómplice aunque no correo, el
bosque. Lo ilumina la fosforescencia de la decadencia; hojas enormes exhiben
con graciosa soberbia la luminosa fiebre de la ciénaga. El bosque me aprueba;
he perdido definitivamente la casa en la que sueñas, he escogido la muerte, la
ignominia, la huida. He actuado sabiamente al perder todo futuro. El deshonor
en mi blasón, y la muerte me sirve de intacta armadura.
El bosque
hospitalario, honorable, noblemente teatral, ofrece, cual solaz de mi alma
atormentada, entretenimiento de imágenes ilusorias. Un hombre a caballo
persigue a una niña entre lágrimas, la captura, la corona, se arrodilla a sus
pies, súbitamente, de un corte limpio la decapita, lacera, esparce y pisotea
sus miembros, desesperadamente solloza por la reina perdida. Una muchacha que
tiene una única cabeza y tres rostros se ofrece al caballero homicida, pero los
tres rostros tienen una única boca, y garras en lugar de dientes; y esa boca
sonríe. Dos sombras taciturnas se persiguen en círculo, y cuando se tocan se
deshacen en légamo, sobre el que flotan muchos ojos, cada uno distinto al otro.
Miles de cabezas decapitadas, sangrientas, se contienden el oro de una corona,
se laceran con los dientes. Palacios de lluvia nacen, fluyen; el corazón me
late, puesto que no distinta podría ser tu morada. Lloro, y mi llanto es la
lluvia que conforta al bosque; el bosque aprecia mis lágrimas, que considera,
no sin razón, un gesto de respeto. Avanzo hacia un palacio de agua, ecuóreas
siluetas de animales silenciosos, fantasmas acaso humanos. Se disipa,
reaparece, se desvanece, tal vez para su propia aflicción. El bosque me concede
el avanzar.
(…)
¡Admirable
mundo nocturno! ¿Habré recorrido las millas que sean necesarias para ser
declarado exiliado, expatriado, paria? ¿Pero es que alguna vez he tenido alguna
casa? Ningún diccionario recoge la palabra “patria”, nadie me ha rechazado, no
conozco la denegación de una puerta, y sólo he saboreado el rechazo ambiguo y
metamórfico del sueño; cerrojos de sopor han sido detenidos por manos no
humanas. Lo sé, es irrazonable intentar el acceso a los sueños, pero no hay
otro lugar en el que merezca la pena penetrar, un lugar del que no se quiera,
no se desee ya huir. Un lugar terminal, una nocturna sede de llegada, algo que
no sea ya un recorrido. Soy estólido y ambicioso. Soy alguien frágil y desinformado.
¡Cuántas leves deformidades forman mi cuerpo de hombre! ¿No lo ves? Uso signos
exclamativos. No es imposible ─la noche está demasiado tupida─ que yo vista
encajes, que sea la contrafigura de un caballero barroco, la copia del cadáver
de mármol de un guerrero ─un hombre de verdad─ que relata la dignidad de su
propia muerte en batalla, reclinado sobre un sarcófago respetuoso y atento ante
cada una de sus palabras. ¿Seré acaso un náufrago? ¿Acaso un pirata ineficiente
capturado en su primera, tímida tentativa de abordaje? No he visto jamás el
mar, y dudo de que exista, tal vez sienta terror ante su existencia, puesto que
¿cómo podría, en ese caso, entre las innumerables naves reconocer la que te
custodia?
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