“Y CUANDO LAS LLUVIAS CESARON, las
aguas se agitaron en su
profundo vientre. En él nadaban todas
las criaturas, y Ella
las amó. Tomó a cada una en sus brazos,
y las arrojó sobre
su musgosa superficie.
Y se postraron sobre Ella con tal
fervor, con tal celo a ella
se aferraron, que el Padre, enfurecido,
descendió de las
alturas en busca de sus hijos, su
semejanza. Su paso feroz
taló los bosques. Su aliento sopló en el
desierto.
Entonces, Ella socorrió a sus hijos, y
los cubrió. Bajo la
tinta de su manto, de ellos brotaron
colmillos, ramas, fru-
tos, aletas, pieles brillantes,
cabelleras de heno. Todos
fueron distintos, y el Padre,
confundido, regresó a su bó-
veda.
Todavía, después de incontables
diluvios, Ella insiste en
su engaño. Crea una faz diferente en
cada ser, y tuerce
cada destino.
Y el Padre se encierra en la altura,
rumia en la bóveda, sin
reconocerlos, sin poder tocarlos.
De Providencia
(1998)
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PRIMERO, confesaré mi peor defecto: debo
convertirme
en aquello que admiro. Y es que la
admiración es ley:
Se
eso. También es invocación: Suerte, péndulo, gira hacia
el
pálido rostro de mi envidia, mientras desvanezco ante el
objeto
adorado.
Y es que admiro lo que haces con mi
cuerpo. Admiro
tus dedos crudos e imprecisos, tu
incomprensible valentía
que a veces se torna violencia. Palpo
con veneración
la amatista que dejas en mi cuello, en
mis senos,
entre mis muslos.
Por eso, querido, no temas la rudeza con
que te toco. No
esquives tu mirada ente mis ojos falsos.
Te amo. Y me
hallo presta a devolverte todos tus
favores, uno a uno.
De Grimorio
(2002-2005)
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Hechor
Hace mucho
(o ahora, durmiendo a mi lado)
hubo un hombre
que fundaba familias.
De pueblo en pueblo, casa en casa
rejas corrían, cerrojos giraban,
y él entraba por todas las puertas.
Tocaba una sola vez,
y eso bastaba.
De pueblo en pueblo, casa en casa,
iba dejando sus manos, sus piernas
sus brazos, su tronco y cabeza,
para que los resguardáramos.
Eran sus partes de él, prodigiosas,
éramos doncellas de sus semillas,
y de las semillas brotaban hijos,
y todo sus hijos traían un pan bajo el
brazo,
y un libro bajo el otro.
“Mira los cerros,
cómo se pueblan de sus casas,
cómo se cubren con sus hijos”,
decían.
“Mira cómo toca las puertas,
y al entrar, a veces come,
otras ríe, ora duerme,
pone el puño sobre todas las mesas,
siempre riendo aún mientras se despide
y desciende,
siempre risa y rienda”
Yo pensaba:
“Debe ser Él. El Hechor”
Pero eso no lo inmutaba.
Y todo lo esperaba,
cada silla, cada cama,
y todas las sillas y las camas
se amansaban en su espera.
Caballos verde como el monte
Lo seguían a todas partes
por si debía huir en la noche-
si se quedaba, si no podía
destrabar sus piernas de las mías,
él los despachaba
sólo con alzar la mano.
El café hervía en las tazas,
mazorcas estallaban entre sus dientes,
y quedaban allí cual oro puro,
y él reía, con dientes de oro.
Tráigame
una cabra, decía
y todas corríamos al patio.
Tráigame
licor de gusano,
y nos lanzamos hacia las despensas.
Ahora, escúchenme
mientras hablo y hablo,
y nos quedamos quietas, esperando.
Ahora,
Tráiganme
tinta y papel.
Mas no supo escribir.
Le tembló la mano.
Esa noche,
Yo le enseñé.
Del libro Escurana (2004)
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