En
el año 2005, a mediados de octubre, una exposición de Nan González (Caracas, 1956)
acudían al espacio de las salas 6 y 7 del Museo de Bellas Artes de Caracas. El
nombre que identificaba ese trabajo era acertado y revelador “Titanes de hielo”. Por un lado, porque
la majestuosidad de la naturaleza, la imponencia que de ella se emana es y será
ley; por otra parte, porque el olvido de
las consecuencias de nuestros pasos es un mal hábito y una de las herencias
(trágicamente) más preciadas e insistentes. Recordar esos efectos es un punto
positivo para todos y algo que debemos agradecer, sobre todo porque aún, a
pesar de las opiniones contrarias, queda tiempo.
Esta
preocupación, últimamente, es redundante en los artistas quienes ven, como
todos los interesados en aportar un
grano de arena, en el daño ecológico un tópico a recordar de importancia sin
precedente, sobre todo si mentalizamos que el tema no solo abarca un escenario
externo ni se puede, como otrora, dejar reposando. La lógica enseña que la
destrucción del medio ambiente es la aniquilación de nosotros, aún más
vulnerables. Los medios de presentar esta preocupación son variados, y el arte
no escapa a esta reflexión como lo enseña “Titanes de Hielo”.
González
es conocida como videoartista, un rasgo que se confirma en cada trabajo suyo.
La mezcla de naturaleza y tecnología aparte de crear contraste es sumamente
atractiva y elogiosa, pues el video como medio para propuesta estéticas hoy día
tiene un poder especial de convocatoria y de atención. Esto es lo que sucede
con “Titanes de hielo” que muestra en la proyección, aparte de las sublimes masas
de hielo del polo sur, un grito desgarrador. El ambiente de la sala se forma a
través de la inmensidad y el quiebre, el desprendimiento de tamañas masas de
hielo en esta atmosfera no pasan desapercibidas, y mucho menos se ven como algo
externo. Quizás la intención de la artista era la real conexión con eso que
pasa muy lejos de nuestros suelos, pero que extrañamente tiene mucho que ver
con nosotros y todos nuestros oficios. Sentir esa caída de los glaciares es
parte de la reflexión que viene con la muestra artística de González.
La
reacción de esta experiencia es un amanecer a la crítica, enfocada
específicamente al modo de vida imperante e impuesto. Un gesto, por lo demás,
plausible en un territorio encantado de hacernos olvidar estos detalles, como
puede ser la vida y la muerte, porque al final de cuentas en esas dos palabras
se puede resumir la experiencia estética, quizás más dada a la muerte; y lo
peor, por nuestras propias manos. Sin embargo, este salón no genera tristeza o
dolor, sino (generalmente) reflexión
acerca de la situación actual del planeta. Saber si esto lleve a una acción
conveniente, por quienes entren a dicha exposición, para contrarrestar esa
marea de contaminantes es incierta, pero sólo despertar y ver el escenario de
estos sitios (por medio del arte) y comprenderlos es un paso grande.
Lo
que se desprende de eso es una valoración al trabajo de la artista quién, por
medio de la transformación de una sala a un ambiente sonoro, poético y emotivo,
ha conseguido la unidad de mensaje y medio, es decir, naturaleza y tecnología.
La imagen acá más el movimiento implícito en ella arrastra al individuo a
sentir el drama de lo natural. El cambio de percepción es alta lo que demuestra
la altura de su arte implicado en atacarnos por los medios a los que estamos
acostumbrados, salvo que esta vez más purificados.
Con
esto se hace más obvio el mensaje de González: el de alerta, preservación y
cuidado. Se puede añadir la invitación al cambio de conducta para lograr
verdaderos giros sociales más cercanos a una verdadera armonía. Y es que en
este caso la naturaleza vuelve a hablar, usando un medio más cercano a nosotros
como lo es una pantalla, para que escuchemos y, sobre todo, pensemos. La
correspondencia no es nueva, recordemos que nuestra interrelación con el mundo llega
a un punto en que nosotros nos podemos ver reflejado afuera, sea hombre, animal
o naturaleza.
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