El
fotógrafo venezolano Antonio Briceño (Caracas, 1966) es el autor de la serie Dioses de América: Panteón Natural
(2007). El nombre del trabajo ya es un indicio acerca del perímetro que posee
la propuesta tanto en lo temático como en la geografía: la cosmovisión de unas comunidades originarias determinadas. Esto
abarca una colección de retratos que intentan recrear dioses de diversos
pueblos del continente americano. La imagen, por tanto, posee carga simbólica y
documental a un tiempo, aunque no mayor que la estética que se viene como un
elemento a no desestimar. A esto podemos
añadir la capacidad de reflejo de las fotografías, es decir la carga en mayor o
menos medida de nuestra identidad vista en esos personajes y en esos ambientes.
Ver algo de nosotros ahí queda como un
rasgo tímido en la obra, pero característica al fin. Recordar eso, y parte de
estas culturas, es conocimiento e ilustración de la riqueza y pluralidad de estas tierras.
Los
protagonistas de esta serie son dos: la persona y el paisaje. El primero como
portador de la propuesta de Briceño: la deidad para estas comunidades, el
arquetipo, la imagen protectora y dadora de favores. El segundo, por extensión,
la base de este Dios. La naturaleza no queda como un elemento aislado sino como
un complemento que armónicamente labora con el guía de una población indígena.
Esto es evidente en las fotografías de Briceño que muestran constantemente un
personaje de una cultura especifica, ataviado con toda su tradición y su
identidad, sus peculiaridades y su mirada al mundo siempre con un fondo; o
mejor, dentro de un ambiente que refuerza el aire mítico y enfatiza, a su vez,
una diferencia con el mundo occidentalizado. Es el patrón que sigue la mayoría
de las fotografías y también el hilo de conexión y coherencia de toda la
muestra.
Quizá
la distinción más notoria se percibe en las singularidades lógicas de cada
pueblo. Recordemos que se esta trabajando con: Huichol (México), Kuna (Panamá),
Kogui y Wiwa (Colombia), Quero (Perú), Kayapó (Brasil), Wayuu, Piaroa, Pemón, y
Ye´Kuana (Venezuela). A pesar de ello, son las semejanzas (por lo menos en el campo
de las creencias) entre cada uno de estos pueblos las que forman el cuerpo de
la propuesta. Esto deviene perdurar en cada foto el ambiente mágico. En este
sentido, también ayuda la humanidad que cubre a cada figura: el rostro
ampliamente expresivo con su quietud, siempre propenso a iniciar un cuento o
historia, a pesar de representar una fuerza superior como lo puede ser un elemento
de la naturaleza. La coherencia y
simetría de la composición alimenta esta mirada, los colores tanto de la
vestimenta como del ambiente también. Son rasgos que también invitan a no
aceptar del todo el término documental, pues la fotografía acá se moviliza con
los viejos resortes de la pintura: esta premeditada, pensada, construida,
ficcionada. El fotomontaje es el medio para lograrlo y, sin duda, la
diferencia. No obstante, gracias a esto se lleva los dos sentidos porque
también funciona como medicina a la amnesia. Recoger estas imágenes bajo esas características
es ayudar a preservar la memoria de estas culturas; un aporte digno además, y
por otro lado, celebrar la carga estética que es inherente a la naturaleza y al
“otro”, al diferente, al indígena, a esa cultura que demuestra que sus
particularidades funcionan también como atractivo, no solo turístico sino
artístico y patrimonial.
Pronto,
aceptando el valor patrimonial de estos pueblos, entra en juego la mirada más
seguida a ellos. Estas fotografías son la semilla de esta teoría, sobre todo en
un momento donde lo urbano, lo político o lo tecnológico acapara la atención
del público general y especializado. Mirar, por un minuto siquiera, a estas
cosmovisiones es mirarnos también, recordarnos y hasta reconocernos. Esto puede
comenzar en las facciones de los mismos “dioses” en comparación con las
nuestras, seguido por creencias que alguna vez, estuvieran cómodamente en
nosotros antes que el olvido hiciera su trabajo. También lo hace el paisaje
que, aunque parezca imposible y hasta idealizado, es reconocido y recordado.
Mirarlo a través de una foto es un llamado de atención, a pesar de que estemos
rodeados de montañas o de exuberante naturaleza. Tal vez esta interpretación coincide más con la
identificación, de algunos y breves elementos, que con la discutida identidad.
Además, en el caso venezolano, trabaja unas pocas regiones imposibles de
abarcar toda una nación. Sin embargo, encontrar allí una familiaridad no es
tarea inadmisible.
Queda
más o menos limpio el panorama de la propuesta del fotógrafo que busca rescatar
una serie de comunidades, a través de una iconografía muy personal, del
marginamiento a las que generalmente se arrastran. Para esto el autor cuenta
con la doble arma de su técnica: la documentación y la ficción. Unidas nace y
camina la serie y, sobre todo, compone un camino valedero para el arte. La
posmodernidad no niega el pasado, lo reinterpreta como lo hace el señor
Briceño, alimentando y enriqueciendo el área del documento. La temática también
camina por la misma vía, aunque se insista en que ese discurso suene añejo. Lo importante
es señalar que esas vidas no gozan del paso del tiempo y, curiosamente, hoy día
caminan paralelamente a nuestra cultura
occidental, ahí, al lado, como lo habla la fotografía.
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