En las
páginas 63-64 del reciente libro de Roberto Appratto, “La carta perdida”, leemos:
“Hasta hace poco le parecía que ya no había espacio para moverse, que ya no
podía haber cambios: disfrutaba de su tiempo, de sus gustos, de hacer lo que
quería y cuando quería, en un tono apagado, como si no hubiera nada que hacer
más que repetir el presente en el cual se acomodaba todo lo que había reunido a
lo largo de los años, todo lo que le quedaba después de pérdidas de todo tipo,
que ya no lamentaba. Es decir: no había futuro: estaba todo cerrado, o al menos
lo veía así” Eso pensaba y sentía el protagonista de esta novela, Ricardo
Ferrari; pero, gracias a la intervención del azar que le trae una carta que
pone en entredicho su idea de pasado ese ilusorio universo estable e inamovible
perderá su equilibrio. Ese cataclismo personal asistido por una epístola que
quiebra su pasado y por extensión su presente será el eje que sostiene toda la
narración. ¿Pero quién es Ricardo Ferrari? Un escritor. Un jubilado de 65 años
que, ahora sí, dispone de más tiempo para escribir. Si bien su perfil en la
historia se dibuja como un periodista que aún ejerce su oficio esporádicamente
sus preocupaciones son de escritor, del vínculo que tiene con la palabra viva,
que ahonda y cuestione, que sea vía de autoconocimiento. Podemos acompañar a
Ferrari en su rutina sin mayores sobresaltos más allá del asomo intermitente a
los pequeños infiernos de su vida interna, ese ajetreo privado a ojos externos.
Se le acusa de frialdad, de “no saber querer”, de distante, cargos que no
generan mayor movimiento psicológico o espiritual en el personaje, como ya
reconciliado con su naturaleza a la cual le tiene una justificación si alguien
preguntase por su actitud.
El
punto de quiebre y el drama de esa vida subyugada a una rutina más bien
controlada lo dará una carta que Ferrari encuentra por casualidad, una misiva
dirigida a su padre 50 años atrás. Puede que no aparezca la reproducción total de
la susodicha carta, pero basta con la impresión que se lleva Ferrari y las
consecuencias emocionales que desencadenan en el personaje. Un tal Miguel
Bonilla ha firmado esa correspondencia y con trazo firme y encolerizado, por el
tono sugerido del texto, le da otra imagen del padre de Ferrari (Augusto
Ferrari), una semblanza de alguien decepcionante, de un traidor, de un hombre
de no fiar. Un inesperado perfil que va invadir y cuestionar el que lleva
Ferrari hijo arrastrándolo a revisar su pasado, no sólo de la imagen paterna
sino de su propia vida.
A
partir de este meteorito que fue la carta en tierras del pasado Ferrari interpreta
la queja de Bonilla y el misterio de su aparición de diversos modos, generando
así una serie de hipótesis y reconstrucciones ficcionales de cómo esa carta
llegó justo en una de sus travesías rutinarias. Sin duda, también un móvil de la
escritura que construye escenarios y situaciones posibles que intentan
responder un enigma. Pero las interrogantes se van multiplicando a medida que
avanzamos en la lectura siendo las capitales ¿Quién es su padre? y, sobre todo,
¿Quién es él, Ricardo Ferrari?
Preguntas
que confluyen en una revisión del discurso de la memoria. ¿Qué se recuerda?,
¿qué significa recordar?, ¿cómo se escribe el recuerdo? Interrogantes que
atañen a la conciencia de un escritor y especialmente a los que caminan por la
senda de la autoficción. Henri Bergson definía la memoria como elemento
fundamental de la constitución del ser humano, ser que conserva su pasado
actualizándolo en su presente. La falsificación de la historia supondrá, pues,
la neutralización o perversión de nuestra propia capacidad experiencial. Y es
lo que Ferrari padece, su presente ha sido atacado por una carta cuyo destino
era su padre medio siglo atrás. Con lucidez, nuestro personaje sabe que el
recuerdo también es una construcción y ahora sólo cuenta con la fachada del
mismo pues el tiempo se ha devorado todo lo demás. Ahora, con angustia, debe
cotejar y revisar esos fragmentos que conforman su memoria individual privada y
subjetiva porque la intencionalidad de esta narrativa no es de carácter
histórico sino fundamentalmente existencial y moral. “Todo se puede justificar.
Después uno imagina, más que recuerda, su pasado, para llegar a algunas
conclusiones”. (p. 49). Reflexiones
existenciales que no se separan de la escritura que puede registrarlas. Recordemos,
Ferrari es un escritor y ningún ámbito queda incólume a la mirada de un literato:
los sueños, el cine, sus lecturas, los ensayos, las caminatas, todo esto en
conjunto con el drama que ha movilizado la carta. “Entonces ahora tiene ganas
de encarar esta historia como una narrativa de lo real, es decir, de pensarla
como algo que se pueda escribir, pero sin escribir nada”. Lo real sugerido acá por boca de un escritor
es la ficción que lo representa y es lo que hace Appratto con maestría
sumergirnos en una realidad ante todo construida, interrogando con ello el
relato en el que descansa la memoria, tensionando certezas como bien lo sabe
hacer la buena literatura.
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